¡Ven, Espíritu Santo!
La solemnidad de Pentecostés nos invita a contemplar la corriente viva que brota del Padre, se desborda en el Hijo y, por el soplo del Espíritu, renueva la faz de la tierra.
Cincuenta días después de la Pascua, siete semanas que anticipan la eternidad, la Iglesia recuerda el instante en que las lenguas de fuego descendieron sobre los Apóstoles: la antigua Babel quedó deshecha y un único mensaje resonó en todas las lenguas.
El mismo Espíritu alentaba ya a patriarcas y profetas, y obraba en Cristo cuando curaba enfermos o expulsaba demonios. En Pentecostés su gracia se derramó con plenitud nueva: transformó la timidez en valentía, dilató la mente hasta la contemplación de la Verdad y concedió a un puñado de testigos preferir el martirio antes que la mentira. Desde entonces, cada vez que perdonamos, proclamamos la fe o sostenemos la prueba, tocamos esa misma llama.
Hablar de la Tercera Persona exige mantener unidas verdad y unidad. El Padre nunca estuvo sin el Hijo, ni ambos sin el Espíritu. Trino en personas y único en naturaleza, Dios obra sin fisuras, incluso cuando la Escritura distingue acciones propias de cada Persona. Así se evita el espejismo de doctrinas gnósticas (como los maniqueos que pretendieron retrasar la venida del Paráclito hasta la aparición de su falso profeta). La voz de los mártires refutó ese engaño mucho antes de que él naciera.
La vigilia de Pentecostés, tal como se celebró durante siglos, comenzaba la tarde del sábado de ayuno y desplegaba, en forma abreviada, el dibujo de la vigilia de Pascua. Tras el nuevo encendido del cirio, se proclamaban 6 profecías, obras del Espíritu en la historia: Abraham e Isaac, el paso del Mar Rojo, el testamento de Moisés, la renovación anunciada por Isaías, la exhortación de Baruc y el valle de los huesos secos de Ezequiel.
Bajo la luz de los cirios se bendecían las aguas en la pila bautismal, se bautizaba a los catecúmenos rezagados (en Roma y otros lugares se conferían también las órdenes sagradas) y luego resonaban la Letanías de los Santos. Seguía la Santa Misa y, una vez entonado el Gloria, estallaba el color rojo ardiente de los ornamentos, símbolo del fuego que desciende. Tras la Misa concluía el ayuno con la festiva bendición y partición de los panes, figura de la libertad que el Espíritu otorga.
Quien invoca al Espíritu recibe el consuelo, la certeza y la luz necesaria para proclamar: Jesucristo es el Señor. Sin su ayuda, el llanto oscila entre la culpa y la desesperanza, y la súplica se extravía. La blasfemia contra el Espíritu, cerrarse a Su misericordia, queda sin absolución, porque el hombre expulsa al Único que puede alcanzarla.
Reunidos en Pentecostés, recibimos el nuevo fuego divino, nos purificamos y somos enviados a proclamar la Buena Noticia, a prolongar en todos los idiomas este pregón: Jesucristo, exaltado a la diestra del Padre, ha roto las cadenas y reparte sus dones a los hombres.