¡Viva Cristo Rey!

Éste fue el grito de muchos mártires del siglo XX, y sigue siendo la aclamación jubilosa de la Iglesia. Pero ¿qué significa realmente proclamar a Cristo como Rey en nuestra vida diaria?

Pío XI explicaba que, por la excelencia suprema de su Persona, podemos decir que Jesucristo reina en las facultades del hombre: “reina en las inteligencias… reina en las voluntades… reina en los corazones”.

Jesús reina en nuestra inteligencia cuando acogemos su verdad. Él es “el camino, la verdad y la vida”; su enseñanza ilumina toda oscuridad de la mente humana. En un mundo de confusión ideológica, dejar que Cristo reine en nuestra razón es anclarla en la roca firme de la Verdad revelada. Como discípulos, hemos de “beber de Él y recibir obedientemente la verdad”, sabiendo que sólo la verdad nos hace libres. Esto exige humildad intelectual y espíritu crítico ante las modas de pensamiento que intentan destronar a Cristo como supremo Rey y Maestro. Cuando Cristo reina en la mente, caen los ídolos de la mentira y se disipan los errores.

Jesús reina en nuestra voluntad cuando nos sometemos a su ley santa. Si bien es posible cumplir la ley de Dios en cuanto a la sustancia sin la gracia, no es posible en cuanto al modo, en sentido natural o por amor a Dios. Dice Santo Tomás: “aunque pueda cumplir alguno en cuanto a la sustancia y con dificultad, con todo, no puede cumplirlos todos [los mandamientos], como tampoco puede evitar todos los pecados”. Cristo obedeció en todo al Padre celestial, incluso hasta la muerte de cruz. Por eso tiene autoridad moral absoluta: no pide nada que Él no haya cumplido primero. No se trata de una servidumbre opresora, sino de una libre adhesión a la voluntad de Dios.

Él nos dio mandamientos de vida eterna. Su gracia “influye en nuestra libre voluntad y la enciende en propósitos nobilísimos”. Su yugo es suave y su carga ligera. Cuando enfrentamos dilemas morales o encrucijadas de la vida, si Cristo reina en nuestro albedrío, buscamos antes “agradar al Señor” que satisfacernos egoístamente. Esta fidelidad puede requerir sacrificio, nadar contra corriente, pero produce en el alma una profunda paz. Un súbdito de Cristo Rey se guía por la conciencia iluminada por el Espíritu Santo, no por las voces fluctuantes del mundo. Así, toda nuestra acción se orienta al bien y a la justicia.

Y Jesús reina en el corazón. Quiere sentarse en el trono de nuestro corazón, colmarlo de un amor supereminente. “Jamás nadie… ha sido ni será tan amado como Cristo Jesús” afirma Pío XI. Él conquista el corazón humano con mansedumbre. Cuando conocemos a Jesús y su misericordia, surge en nosotros un amor ardiente: “Nosotros le amamos, porque Él nos amó primero”. Permitir que Cristo reine en el corazón significa amarlo sobre todas las cosas, darle el primer lugar en nuestros afectos, entregarle confiadamente nuestras penas y alegrías. Significa también experimentar su amor reinante: un amor que sana heridas interiores, que infunde consuelo en el sufrimiento y que orienta nuestros amores terrenos según el orden de la caridad.

El Evangelio nos revela a un Rey humilde, cercano a los pobres y pecadores, cuyo trono paradójicamente fue la Cruz del Calvario. Cristo reinó desde el leño de la Cruz derrotando al pecado y a la muerte con la entrega absoluta de sí mismo. Así canta el himno Vexilla Regis: “Se han cumplido las profecías de David, que, en sus cantos inspirados, había dicho a las naciones: Dios reinará desde un madero.”

Su corona fue de espinas, su cetro una caña, su manto la desnudez ensangrentada, y sin embargo allí brilló la gloria de su amor real, que es más fuerte que todos los poderes de la tierra. Desde ese trono de paradójica debilidad, Cristo atrae a todos hacia Él (Jn 12,32), ganándose la lealtad de las almas no por coacción, sino por la majestad de su sacrificio. Así, seguir a Cristo Rey implica abrazar también nuestra cruz de cada día. “El que quiera venir en pos de mí… tome su cruz y sígame”. No podemos pretender la gloria sin pasar por la entrega. Cada vez que sufrimos por hacer el bien o por mantenernos fieles a la verdad, estamos participando en la victoria de nuestro Rey crucificado. Los mártires son testigos de esta realeza: aparentemente derrotados por la violencia, en realidad “con Cristo triunfan”. Su sangre derramada, unida a la de Jesús, es semilla de nuevos cristianos y fermento de un mundo más justo.

A la sombra del trono de Cristo, los cruzados marcharon para custodiar a los peregrinos y defender los santos lugares. Antes de combatir se postraban ante el Santísimo y portaban la cruz en el pecho, recordando que la victoria verdadera es la de la fe que obra por la caridad. Y también a la sombra de ese trono, miles de mártires en el siglo XX sellaron su fe con la sangre. En México, tras leyes laicistas que pretendieron estrangular la vida de la Iglesia, templos clausurados, culto restringido, ministros perseguidos, no fueron pocos los cristeros que confesaron a Cristo con el grito humilde y ardiente «¡Viva Cristo Rey!». Y en la cruel guerra española, miles de mártires tanto laicos, sacerdotes o religiosos, como militares caídos en combate abrazaron la muerte perdonando a sus verdugos.

El Reino avanza por la fidelidad en la prueba, y Cristo nos llama a arrodillarnos ante Él y a ponernos en pie ante la mentira, a soportar agravios y a trabajar por un mundo conforme a la ley natural y por una sociedad que reconozca a Cristo como su Rey y Señor. Si la autoridad manda lo algo que Dios prohíbe o yerra por pasión o presión, corresponde a los pastores corregir con franqueza apostólica, como San Ambrosio reprendió a Teodosio, para sanar la justicia y no humillar. Así el Reino no suplanta lo temporal: lo purifica, inspira y eleva, y hace del servicio público una forma de caridad.

El Reino de Cristo debe extenderse a todos los pueblos para que Él sea conocido y amado por todos, pues “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que debamos salvarnos”, mientras esperamos la manifestación plena y final de ese Reino: la segunda venida gloriosa. Mientras esperamos esa consumación, el Reino de Jesucristo debe crecer como el grano de mostaza que deviene árbol frondoso. Su reinado “no tendrá fin” y no habrá persecución, ideología ni calamidad que destruya a la Santa Madre Iglesia, su cuerpo místico en la tierra.

Como decía Pío XI: combatamos la apatía y la timidez, militemos bajo la bandera de Cristo Rey, llevemos la luz de su verdad a los ambientes secularizados, resistiendo con fortaleza a las presiones del error. No nos avergoncemos de nuestro Rey y sintamos el honor de servirle en medio de la sociedad.

Entronizar a Cristo en nuestras vidas es fuente de bendición incomparable. Jesús debe ocupar el centro de nuestro ser: que todo lo que pensamos, decimos y hacemos esté orientado a Él. Una hermosa práctica que creció ya a fines del siglo XIX y principios del XX fue la consagración de numerosas familias, ciudades y naciones al Sagrado Corazón, reconociendo así la soberanía social de Cristo. Así, “¡Viva Cristo Rey!” debe ser una confesión cotidiana para que Cristo viva y reine realmente en nosotros y a nuestro alrededor, para que nuestro trato con los demás refleje la bondad de Cristo Rey, para que nuestros pensamientos busquen la Verdad, que es Cristo Rey, y para que nuestras decisiones sigan la voluntad de Cristo Rey.

Él ya ha vencido por nosotros. Sólo debemos, con su gracia, extender los frutos de esa victoria en nuestro rincón del mundo. A Él el reino, el poder y la gloria por los siglos de los siglos.


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La Realeza de Cristo