Enséñame, Señor, tus caminos

Enséñame, Señor, tus caminos, que no me pierda de tus senderos.

Esta súplica, con la que abre la Iglesia, nuestra Madre, el introito del Adviento de esta primera Dominica, se repite en el gradual después de la epístola. Es como si quisiéramos que nuestros labios florecieran durante todo este santo tiempo, tan amable, tan mariano, tan esperanzado, en una oración brevísima que consistirá en pedir eso: Enséñame, Señor, tus caminos, que no me pierda de tus senderos. (Vias tuas Dómine demónstra mihi: semitas tuas édoce me.)

Que no se borre de mi horizonte, ni se caiga de mi memoria espiritual y de mi voluntad amante, la estrella que ha de guiarme a tu presencia. Que ande yo por tus caminos en estas cuatro semanas, no por los míos, como pedimos en la secuencia del Corpus Christi: “Por tus caminos llévanos a donde vamos”, porque si seguimos los nuestros, nos extraviaremos.

Tantas veces, como pobres niños que nos empeñamos en andar con zancos o en parecer más grandes de lo que somos, preferimos coger atajos ilusorios que creemos han de conducirnos a metas que, en definitiva, son las nuestras, no las de Dios. Y por eso permite Él, nuestro Señor, que nos perdamos temporalmente, antes que nos perdamos por toda la eternidad.

Que el Señor nos muestre sus caminos y que nos los muestre a través de su Madre bendita, en este tiempo en que la invitación es a avanzar en la conversión y, por lo tanto, en la santidad.

La estrella del Adviento, y más si cabe en España, es la Inmaculada (la Purísima, como la llamamos aquí). Y también la Iglesia lo sabe, y lo sabe mejor que nadie, porque ambas son Madres y, por eso, ambas se compenetran a la perfección: María y la Iglesia.

La liturgia hace que la Misa de hoy arranque de una de las cuatro basílicas mayores, según la antigua costumbre romana, hoy desgraciadamente desaparecida. La Misa estacional consistía en que el Papa salía con los cardenales en procesión desde un lugar hasta otro de las iglesias. El papa salía a caballo desde el palacio de Letrán en procesión hacia a una iglesia menor donde se revestía y, después de un momento de oración, rezaba una colecta antes de iniciar la procesión hacia la iglesia estacional. Pues bien, la estación de esta primera Dominica es Santa María la Mayor, porque el Adviento parte del corazón de María para terminar junto a María y José en el portal de Belén.

Y es en Santa María la Mayor, allí, bajo el altar mayor, donde está la reliquia preciosísima del Pesebre del Niño, ante el cual quiso celebrar muchas veces, muchos meses después de ser ordenado sacerdote (porque antes no se atrevía) su primera Misa el capitán de Loyola, nuestro Ignacio, que corría hilos de lágrimas cuando tomaba en sus manos el Cordero Inmaculado, en aquel pesebre donde lo había recibido por primera vez de María.

Todo en Adviento es sugerente, todo es encantador y estimulante. Recuerdo haber oído, en uno de mis Advientos en el seminario, que a veces es más sugerente, más agradable, más motivador el tiempo en que se espera algo con la ilusión de un niño que la consecución de aquello mismo que se aguardaba. Y es cierto: hay un resorte psicológico en nosotros, en virtud del cual, cuando esperamos algo con entusiasmo, se ponen en tensión todas las fibras de nuestra actividad y todas las potencialidades de nuestra voluntad para esperar como ha de esperarse, en este caso, santamente.

Cuando, a principios del siglo XX, aquel gran pastor universal que fue el Papa San Pío X promulgó un catecismo, lo hizo con la ilusión de que los párrocos, al subir al púlpito cada domingo, dieran a su pueblo doctrina segura y práctica. Pues bien, en este Catecismo Mayor de San Pío X se pregunta y se responde qué propone la Iglesia a nuestra consideración en Adviento y cómo hemos nosotros de conducirnos en este tiempo santo.

Lo que la Iglesia nos propone son cuatro cosas:

  • Primero, que consideremos las promesas que Dios había hecho de enviar al Mesías para nuestra salvación.

  • Segundo, los deseos de los antiguos padres, que suspiraban por su venida.

  • Tercero, la predicación de San Juan, que preparaba al pueblo para recibirle exhortando a la penitencia.

  • Cuarto, la última venida de Cristo en gloria a juzgar a vivos y muertos.

Podemos resumir diciendo que en el Adviento debemos meditar en los salmos, en las Escrituras en general, en los profetas y padres del Antiguo Testamento, en la predicación de San Juan Bautista y, sobre todo, en la palabra de Cristo que nos invita a velar.

¿Qué hemos de hacer en el Adviento para conformarnos con las intenciones de la Iglesia?

  • Meditar con fe viva y ardiente amor el gran beneficio de la Encarnación del Hijo de Dios.

  • Reconocer nuestra miseria y la suma necesidad que tenemos de Cristo.

  • Suplicarle que venga a nacer y crecer espiritualmente en nosotros con su gracia.

  • Prepararle el camino con obras de penitencia, especialmente frecuentando los santos sacramentos de la confesión y comunión.

  • Y, por fin, pensar a menudo en su espantosa venida última y, a la vista de ella, ajustar a su vida íntima la nuestra, a fin de tener parte en su gloria.

Quedémonos con una idea principal: que, a la postre, necesitamos a Cristo. Si a nosotros el Adviento, en un mundo de tinieblas, en una mentalidad de mentira, no nos sirve para despertar el hambre del Mesías, el Adviento no nos habrá servido para nada.

Por lo tanto, supliquémosle con amor, con confianza de niños, con arrepentimiento sincero, que venga a nacer en nosotros por su gracia. No olvidemos que en paz, sosiego y silencio, en noche oscura de fe, en corazones vacíos, le gusta a Cristo nacer. Por tanto, despojemos nuestro corazón, en este tiempo santo, de tantos apegos, frivolidades y cosas superfluas que impiden a Jesús su venida.

Cuando el fuego entra en una casa, los muebles han de salir por la ventana, decía San Francisco de Sales. Cuando el amor entra en el corazón, todo lo demás sobra, a fuerza de que la persona amada quiere ocupar nuestra vida.

— Adaptado del sermón del Padre Carlos Barba en el primer domingo de Adviento, 30 de noviembre de 2025.

Siguiente
Siguiente

Venid, benditos de mi Padre