Santa Teresa de Jesús
Hoy, 15 de octubre, la Iglesia celebra a Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia.
Nació en Ávila en 1515; entró en la Orden de los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo joven, atravesó tibiezas y enfermedades, y cuando tenía unos cuarenta años vivió una conversión decisiva. Impresionada ante una imagen de Cristo llagado. Sintió el llamado de Jesús a la amistad sincera, y decidió no “dar gusto al mundo” más, sino a Dios sólo Desde entonces. Su camino fue oración perseverante, amor a la verdad, y una reforma que devolvió al Carmelo su celo contemplativo.
Si por algo Santa Teresa es recordada, es por ser maestra de oración. En medio de sus tareas fundacionales y sus viajes, nunca dejó de orar ni de invitar a otros a orar. Su doctrina espiritual brota de su propia experiencia de Dios, y por eso es profundamente vívida y cercana. Orar es tratar de amistad con Quien sabemos nos ama. Santa Teresa no presenta la oración como técnica complicada, sino como atención amorosa a la presencia del Señor en la vida diaria, y por es sus imágenes son limpias y fecundas. Quizá la más célebre es la del “castillo interior”, desarrollado en su obra cumbre Las Moradas. Allí compara el alma humana con un castillo hecho de diamante transparente, lleno de moradas o estancias hacia lo más profundo. “Es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas”, “que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde… tiene [Dios] sus deleites”.
Esta impresionante imagen subraya la dignidad del alma en gracia: Dios mismo habita en el centro de nuestra alma, en lo más íntimo, irradiando su luz como un sol interior. Sin embargo, muchas almas viven sólo en los atrios exteriores de ese castillo, distraídas por lo superficial, sin descubrir la belleza que llevan dentro por la presencia de Dios. El itinerario interior no se mide por fenómenos extraordinarios, sino por frutos: humildad, caridad, fortaleza para amar a Dios y al prójimo. Teresa insiste en una convicción decisiva: la humildad, “caminar en la verdad”, es el cimiento de toda oración.
Estas ideas nacen de su propia experiencia. En el Libro de la Vida narra sus comienzos, los “modos de regar el huerto” del alma y el paso desde esfuerzos laboriosos a la contemplación infusa. Y en Camino de perfección da a sus hermanas una pedagogía clara: determinación, recogimiento, meditación de la humanidad de Cristo, examen humilde, caridad fraterna.
A la misión de Santa Teresa se unió el apoyo de Fray Pedro de Alcántara, santo asceta franciscano, austero y prudente, que la escuchó, calmó sus temores y la animó a obedecer a Dios. Su consejo dio firmeza a Santa Teresa en un tiempo de sospechas y confusiones. Santa Teresa le guardó siempre gratitud, pues fue para ella garantía de discernimiento y aliento para la reforma.
La reforma del Carmelo nació pues del celo por la Iglesia. “Arde el mundo”, decía. Su respuesta fue devolver a la Orden un modo de vida sencillo, pobre y orante. En 1562 fundó el Convento de San José en Ávila, y siguieron otras fundaciones, a menudo entre contradicciones. La reforma no la apartó de la clausura, la afianzó. Comprendió que la oración es un servicio real al Pueblo de Dios y que una comunidad unida en la caridad sostiene muchas obras visibles.
Dios quiso que Teresa encontrara un colaborador de su talla: San Juan de la Cruz. Más joven, teólogo y poeta, que completó su visión con la doctrina de la purificación que dispone a la unión. Si Santa Teresa mostró el castillo iluminado por la presencia de Dios, San Juan describió la “noche oscura” purificadora que prepara a la unión con Dios. Enseñaba que el alma debe vaciarse de todos los apegos desordenados para llenarse sólo de Dios; que, “para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada; para venir a poseerlo todo, no quieras poseer nada”. Y recordó el criterio último: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”. Ambos confluyeron en lo esencial: Dios atrae, purifica, llena; la respuesta es la fe obediente que se verifica en la caridad. Con Santa Teresa y San Juan, los carmelitas recobraron su forma evangélica: pobreza sobria, obediencia confiada, vida fraterna y oración silenciosa.
Santa Teresa fue madre y maestra también en las pequeñas cosas. A sus monjas les pedía hablar verdad, evitar la murmuración, vivir como hermanas: “aquí todas se han de amar, querer y ayudar”. Prefería conventos modestos y pocos números para no perder la medida. Sabía reír, y su buen humor desarmaba tensiones. Su confianza en la Providencia fue concreta: cuando faltaba lo necesario, esperaba “favores de Su Majestad” y aparecían.
San Francisco de Sales, obispo y doctor de la Iglesia, leyó las obras de Santa Teresa con provecho y la citó como autoridad en la oración: admiraba en ella el equilibrio entre contemplación y virtud práctica. Muchos otros grandes maestros (como Alfonso María de Ligorio, que la llamaba con admiración “la gran maestra de la perfección”) recomendaron las obras de la Santa por su sabiduría práctica, su fidelidad a la Santa Madre Iglesia, por su ortodoxia en la doctrina y testimonio; y por ello fue proclamada doctora.
¿Qué nos pide Santa Teresa? Entrar en el castillo. Dedicar cada día un tiempo real a la oración mental, con el Evangelio abierto, mirando a Cristo y dejando que Él nos mire. Perseverar: habrá distracciones y aridez; se camina con determinada determinación. Verificar la oración en nuestra vida: crecer en la humildad que reconoce la verdad de Dios y la propia, y en la caridad concreta con quienes convivimos. Vivir la Iglesia: orar por sus pastores, sostener con nuestra intercesión la misión y la unidad, ofrecer lo pequeño por el bien de todos.
No es un programa reservado a místicos. Es un camino cristiano normal, accesible y exigente. Buscar a Cristo, como hizo Santa Teresa. Él le dio más de lo que pidió y, con ello, una regla sobria: no medir la vida espiritual por lo sensible, sino por la fe que obra por la caridad.
En su fiesta conviene recuperar las famosas palabras:
“Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa,
Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza,
quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta.”
Santa Teresa de Jesús, enséñanos a orar, a perseverar y a amar.