La Asunción de la Virgen

A lo largo del año litúrgico, la Iglesia celebra los diversos misterios de la vida de la Virgen María: su Concepción Inmaculada, su nacimiento, su maternidad divina, sus dolores. Hoy recordamos que, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.

El contenido de este dogma de fe se puede sintetizar en los siguientes términos: la bienaventurada Virgen María, por privilegio del todo singular, venció al pecado con su Inmaculada Concepción en previsión de su maternidad divina. Por eso, no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo, como el resto de los justos.

Cuando decimos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos” o “en la resurrección de la carne”, estamos confesando nuestra fe en que, al fin del mundo y antes del juicio final, el alma de cada hombre se volverá a unir con su propio cuerpo para no separarse nunca más de él. Dios ha dispuesto la resurrección de los cuerpos para que, habiendo el alma obrado el bien o el mal junto con el cuerpo, sea también junto con el cuerpo premiada o castigada.

Tan erróneo y funesto resulta concebir la muerte como el final de todo, ante la que se estrellan todas las esperanzas, como presentar la resurrección como equivalente a la participación, sin más, en la vida eterna. El mismo Cristo establece la distinción:

“Todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán los que hubieren obrado el bien, para resurrección de vida; los que hubieren obrado el mal, para resurrección de condencación.”

según recoge el Evangelio de san Juan. Por eso, habrá grandísima diferencia entre los cuerpos gloriosos de los escogidos y los cuerpos de los condenados. Los primeros se asemejarán al de Jesucristo resucitado y al cuerpo de María en su Asunción, y poseerán las dotes de los cuerpos gloriosos; mientras que los segundos llevarán la horrible marca de su eterna condenación.

La Virgen María es la criatura humana que realiza por primera vez el plan de la Divina Providencia, anticipando la plenitud de la felicidad prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos. En la epístola de la Misa, la liturgia aplica a la Virgen las palabras referidas a Judith, figura suya. La Iglesia ve en esta mujer, tan adornada de virtudes, especialmente por su triunfo sobre Holofernes, una figura de la Virgen María. Porque María Santísima posee una santidad incomparable en cualquier aspecto y, por medio de su divino Hijo, ha vencido al enemigo de la humanidad. Por esto, la ensalzan los ángeles y los hombres por encima de todas las mujeres, por los siglos de los siglos.

De las muchas enseñanzas que podemos obtener de la Asunción de la Virgen María, señalaremos dos. En primer lugar, es un estímulo para nuestra comunión con Cristo. La Asunción y la consiguiente exaltación de la Virgen como Reina de cielos y tierra es el culmen de una vida de completa identificación con su divino Hijo. En el orden sobrenatural, también los cristianos estamos unidos a Jesús. Esa unión se realiza en cada uno de nosotros mediante el bautismo, con el que quedamos incorporados sumergidos en Cristo, en su muerte y en su vida. Ese es el fundamento de nuestra confianza en participar un día de su gloriosa resurrección.

Pero, para llegar a esta meta, tenemos que estar unidos a Cristo por la gracia santificante mientras vivimos en este mundo. Es necesario que luchemos por ser buenos hijos de Dios, cumpliendo sus mandamientos, y que procuremos mantener el alma limpia por la confesión sacramental frecuente y por la recepción de la Santísima Eucaristía.

Dios, por una gracia particular, nos ha llamado a la Iglesia de Jesucristo para que, con la luz de la fe y la observancia de la Divina Ley, le rindamos el debido culto y lleguemos a la vida eterna. La Asunción de Nuestra Señora nos alienta en este camino que nos falta por recorrer hasta llegar al cielo. Ella nos da ánimo y fuerza para alcanzar la santidad a la que, por vocación, hemos sido llamados.

La segunda enseñanza que extraemos de este día es que la Asunción de la Virgen nos sostiene en la esperanza de alcanzar la vida eterna en el cielo, donde María Santísima reina ya junto con su Hijo. El último artículo del Credo nos enseña que, después de la vida presente, hay otra: o eternamente bienaventurada para los escogidos en el cielo, o eternamente desdichada para los condenados al infierno. Jesús nos advierte en muchas ocasiones acerca de la insensatez de quienes descuidan ocuparse de su propia salvación: “Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre”. Si en el momento de la muerte y del juicio se definirá nuestro destino para toda la eternidad, según lo que haya sido nuestra vida, debemos tener presente que en cualquier momento podemos morir; conviene, por tanto, ordenar nuestra vida, estando siempre dispuestos para este juicio divino, y pedir la gracia de una buena muerte por intercesión de la Virgen y de San José.

Oremos al Señor para que, contemplando la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma, nos haga comprender cuán preciosa es a sus ojos toda nuestra vida; refuerce nuestra fe en la vida eterna, en la gloria del cielo, y nos sostenga en la esperanza de poder alcanzarla un día.

— Adaptado del sermón del Padre Carlos Barba del viernes 15 de agosto de 2025, solemnidad de Asunción de Nuestra Señora.

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