Astucia para el Reino

La lección del mayordomo infiel.

El Evangelio es un libro muy bien escrito, y su personaje principal, un genio. Por eso el Evangelio tiene algunos pasajes provocativos, como el de hoy.

Dijo Jesús a los discípulos: Había un hombre rico, que tenía un mayordomo, que fue acusado de disiparle la hacienda. Y llamándole le dijo: «¿Qué es lo que oigo de ti? Da cuenta de tu administración, porque ya no podrás seguir de mayordomo».

Y se dijo para sí el mayordomo: «¿Qué haré, pues mi amo me quita la mayordomía? Cavar no puedo; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que he de hacer, para que, cuando me destituya de la mayordomía, me reciban en sus casas».

Y, llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi amo?» Él dijo: «Cien batos de aceite». Y le dijo: «Toma tu caución, siéntate al instante y escribe cincuenta».

Luego dijo a otro: «¿Y tú cuánto debes?» Él dijo: «Cien coros de trigo». Díjole: «Toma tu caución y escribe ochenta».

Y el amo alabó al mayordomo infiel de haber obrado industriosamente, pues los hijos de este siglo son más avisados en el trato con los suyos que los hijos de la luz.

Y yo os digo: Con las riquezas injustas haceos amigos, para que, cuando éstas falten, os reciban en los eternos tabernáculos.

Aquí, de hecho, parece que se está alabando a un ladrón, a un tramposo. Y en este grupo de casos nos puede venir a la cabeza también aquel otro episodio provocativo de los viñadores, que nos hace incluso clamar contra la justicia social al observar que los últimos, sin apenas trabajar, cobran igual que los primeros.

Y es que el Evangelio es un libro profundo. Y lo que importa, aparte de la historieta —la parábola, como se llama en el lenguaje bíblico—, es el mensaje espiritual. Ya sabemos, atendiendo al texto de hoy, que lo que se quiere resaltar no es la trampa, alabándola, sino la sagacidad. Por eso, el Señor exclama, con una queja desde el principio: «Los hijos de este mundo son más sagaces para lo suyo que los hijos de la luz».

Y es que los malos lo hacen muy bien, hermanos; y nosotros, los “buenos”, somos muy buenos para nuestras cosas y muy espabilados para lo que nos interesa. Pero para las cosas de Dios y de la Iglesia no ponemos demasiado interés, como si la cosa no fuera con nosotros, como si el apostolado no nos concerniera a todos. «Eso —decimos— que lo hagan los curas y las monjas». Nosotros, a quienes nos da lo mismo formarnos o no, no estamos por desagraviar cuando hoy nuestro Señor está ofendido. No defendemos a la Iglesia, como si no formáramos parte de ella.

Ante todo esto, ¿cómo no recordar aquella oración que repetimos en el mes del Sagrado Corazón de Jesús?: «Prometo cuidar de Ti y de tu gloria, Señor, y dejar que cuides Tú de mí y de mis cosas». ¡Qué prestos y prontos en pedir, y qué lentos y mezquinos en extender el Reino de Dios! De ahí la regañina del Maestro. Habla el Evangelio del dinero injusto. El dinero es una cosa: no es justo ni injusto; justo o injusto será según el uso que se le dé. Aquí, injusto quiere decir que el dinero, las riquezas, las cosas del mundo, hoy están y mañana ya no estarán; nadie se las va a llevar a la otra vida. Pues bien: mientras estemos aquí, utilicemos el dinero para “hacernos amigos”; es decir, para invertir en acciones del tiempo: con buenas obras y limosnas.

A este respecto, la primera lectura nos recuerda que hemos de vivir según el Espíritu, no según la carne, porque los que se dejan guiar por el Espíritu son hijos de Dios. Si son hijos, son herederos —porque heredan los hijos, no los extraños—. Esa herencia, esas moradas eternas” (tabernáculos eternos), tal como las llama el Evangelio de hoy, son las que tenemos que ganar viviendo según el Espíritu y por las buenas obras. Es ni más ni menos lo que se enseña, con otras palabras, en otro lugar del Evangelio: atesorar tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni orín que los corrompan, ni ladrones que los hurten.

Queridos hijos: dice un refrán, «camarón que se duerme se lo lleva la corriente». Si no somos espabilados en las cosas de Dios, sagaces para entender su Reino, le hacemos el juego al enemigo. Y así, como cuando comentamos la parábola del trigo y la cizaña, decimos: cuidado con juzgar, que dentro de cada uno de nosotros también conviven el trigo y la cizaña. Pues, al comenzar esta parábola de hoy, tendríamos que preguntarnos si somos hijos de la luz o de las tinieblas. De las tinieblas, no porque obremos el mal a sabiendas, sino porque no somos audaces en hacer el bien. Y el mal no se combate diciendo: «yo no hago nada malo», sino haciendo el bien. Y el bien no se hace solo: necesita de nuestra actividad y colaboración.

El mundo está oscuro y triste porque los cristianos no somos sal ni luz. Nuestra misión consiste en alumbrar a otros para que vean. Aquí, en la Santa Misa, recargamos el aceite de nuestras lámparas, pero es ahí fuera donde tienen que alumbrar.

El amo del mayordomo infiel, de nuestra parábola, alabó a su empleado por su sagacidad; y cuando tengamos que rendir cuentas, haga lo mismo el Señor con nosotros.


— Adaptado del sermón del Padre Carlos Barba en el octavo domingo después de Pentecostés, 3 de agosto de 2025.


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