“Hoc est enim corpus meum”

La Santa Misa, centro de la vida cristiana, es el Sacrificio de la Nueva Alianza en el cual Jesucristo se ofrece y se inmola de modo incruento por toda la Iglesia, bajo las especies sacramentales de pan y vino por ministerio del sacerdote, para reconocimiento del supremo dominio de Dios, y para aplicarnos a nosotros las satisfacciones y merecimientos de su Pasión.

La Misa, pues, representa, renueva y continúa el Sacrificio del Calvario, sin aumentarlo ni disminuirlo, y sus frutos se nos aplican de continuo. Entre otras diferencias que existen entre el Sacrificio de la Cruz y el de nuestros altares, podemos mencionar una muy importante, que consiste en que en el de la Cruz nos mereció la Redención, y en el de nuestros altares, se nos aplican sus frutos.

Misa en Latin Barcelona

La misión apostólica de la Iglesia, encabezada por San Pedro y continuada por sus sucesores, fue consolidando la estructura de la Misa a lo largo de los siglos, replicando las órdenes de Nuestro Señor: "Haced esto en memoria de mí".

Con el paso del tiempo, la liturgia fue integrando diferentes elementos históricos y bíblicos en la celebración solemne que hoy conocemos, codificada en el Concilio de Trento.

La Sagrada Liturgia nos conecta con la raíz apostólica de la Iglesia y el Misterio Pascual a través de la Comunión Eucarística, reafirmando la continuidad de la fe católica a lo largo de la historia. Es, en definitiva, el perfecto acto de culto, sacrificio y adoración agradable a Dios Padre, uniendo el cielo y la tierra en un solo momento de comunión y amor divino.

La Santa Misa es el acto más importante de la liturgia católica

Se le llama también el Santo Sacrifico, y es, en cuanto a la substancia, el mismo Sacrificio de la Cruz, aunque difiere en el modo de realizarse el ofrecimiento. El Sacerdote principal es el mismo Jesucristo, cuyo ministro es el sacerdote celebrante. La Misa se ofrece ante todo por la Iglesia militante, pero también por la Iglesia paciente, y para honra de los Santos de la triunfante.

Los fines de la Misa, son el latréutico, para dar gloria a Dios en el culto supremo de adoración; el eucarístico para dar gracias a Dios por sus inmensos beneficios; el impetratorio, para pedir a Dios los bienes espirituales y temporales; y el expiatorio, para satisfacer a Dios por los pecados y penas merecidas por ellos, tanto de los difuntos como de los vivos.

Como explica Dom Pío Parsch, la Misa es un Recuerdo de Jesucristo porque en ella se repite lo mismo que hizo nuestro divino Redentor en la última Cena, siendo este un recuerdo de Jesucristo vivo, porque al celebrar los sagrados Misterios, se presenta realmente nuestro Salvador en medio de nosotros, aunque envuelto en el manto de las especies del pan y del vino; es también el Sacrificio de la Cristiandad porque en la Santa Misa, que tiene todos los caracteres del acto sacrificial, se realiza ante nosotros el Sacrificio de Jesucristo en la Cruz; y finalmente, es el Manjar del alma porque en ella se cumple lo que prometió el divino Maestro en la Sinagoga, cuando dijo que daría su carne en manjar y su sangre en bebida.

Al asistir, pues, al Santo Sacrificio, participamos del banquete divino al cual se vinculan la vida eterna, la unión con Jesucristo y nuestra resurrección definitiva. Para asistir con fruto, ayudará tener presentes algunas ideas acerca del Templo en el que se celebra, de los ornamentos que se emplean y, principalmente, acerca del mismo Santo Sacrificio.

El Templo

Misa tradicional rito romano ad orientem

Se llama por otro nombre la casa de Dios y la casa de la familia cristiana, y esta lleno de simbolismos. Si bien no tuvo en los comienzos forma particular (la Iglesia primitiva no solía tener lugares especiales destinados a celebraciones litúrgicas y muchas veces ocultaba sus ceremonias), con el tiempo se le dio la forma de nave para que los cristianos se acordasen de que para ellos la vida no es más que una navegación hacia el puerto de la eternidad.

El altar es el lugar más sagrado, venerable y divino del mismo templo ya que sobre él se consuma el Sacrificio. Como Jesucristo, es piedra angular, un pequeño pedazo de cielo en la tierra. Para poderse celebrar en él el Santo Sacrificio debe encerrar reliquias de los Santos mártires, a menudo tomando por este motivo el aspecto de sepulcro o tumba.

En el centro del altar encontramos la cruz con la imagen de Jesús crucificado y a cada lado las velas en sus respectivos candeleros. Los cirios representan a Jesucristo, luz del mundo, y, según San Anselmo, la cera representa el cuerpo de Cristo, la mecha el alma, y la llama la divinidad. Además, el altar está cubierto por tres manteles de lino (el superior debe colgar por ambos lados hasta el suelo) o sabanillas, que según parece son de origen apostólico y representan los lienzos con que fue cubierto el cuerpo de Jesucristo en el sepulcro.

Ornamentos sagrados

Rite tridentin

La casulla, que significa pequeña casa, y es la antigua pœnula de los romanos, especie de gran sobretodo que usaban las personas de respeto, sobre la túnica, o vestido interior. Representa el yugo suave de Cristo y la vestidura púrpura que pusieron a Jesús después de la flagelación.

Ese vestido interior o túnica ha quedado convertido en el alba actual; una vestidura blanca que cae hasta los pies. Simboliza la inocencia, la justicia y también la vestidura blanca con la que Jesús fue llevado de Herodes a Pilato. 

El manípulo, que recuerda la antigua mápula, es decir, una manera de toalla que llevaban los romanos, colgada al brazo izquierdo como complemento de ciertos trajes de ceremonia; se empleaba para enjugar el sudor y las lágrimas, y recuerda las alegrías del tiempo de la cosecha.

La estola (antiguamente orarium porque se utilizaba para la oración pública y administración de los sacramentos) parece que fue vestidura distintiva de los clérigos que habían recibido las órdenes mayores. Recuerda el yugo dulcísimo y la carga de las almas; tiene una cruz, que trae a la memoria la que llevó Jesucristo al monte Calvario.

El amito que se usa debajo del alba recuerda el antiguo ephod o humeral del sumo sacerdote, así como también el velo con que se cubría la cabeza de las vírgenes, y el palio o lienzo que los romanos llevaban al cuello.

El cíngulo, que sirve para sujetar el alba de los Ministros sagrados, es símbolo de la continencia y la castidad sacerdotal y de las cuerdas y látigos con que desgarraron el cuerpo de Jesucristo.

Colores: Sin duda ninguna, los colores tienen la finalidad psicológica de despertar imágenes que susciten estados en que puede encontrarse (o desear que se encuentre) el espíritu durante la celebración del Santo Sacrificio. El blanco, símbolo de pureza, triunfo, alegría y síntesis de todos los colores, recuerda la majestad del Ser Supremo y la Verdad esencial; el rojo es el color del fuego y de la sangre, y por consiguiente es el símbolo del amor y el sufrimiento (y el martirio); el morado simboliza la penitencia y la humildad; el verde, la esperanza y la savia perenne; y el negro, negación de color, simboliza el luto, la muerte, el error y la nada; por esto se usa en el oficio de difuntos y el Viernes Santo, cuando, al parecer, triunfa el mal y muere la vida.

Orden de la Misa

Traditional Latin Mass Consecration

Puede decirse que la Misa se compone de las llamadas antiguamente misa de los catecúmenos o antemisa, y misa de los fieles o misa sacrifical.

Misa de los catecúmenos

La misa de los catecúmenos —que tiene este nombre porque en los primeros siglos de la Iglesia los que se preparaban para recibir el bautismo (catecúmenos) no podían asistir más que a esta parte— abarca, en su primera parte, desde el principio hasta la Colecta, y en su segunda parte desde la Epístola hasta el Credo inclusive. En la primera parte, el hombre se dirige a Dios por la oración; y en la segunda, es Dios el que habla al hombre por la lectura. Debemos, pues, en este tiempo, orar y escuchar; orar subiendo desde nuestra mezquindad hasta el trono de Dios; y escuchar oyendo al Mensajero de Dios en la Epístola, al Hijo de Dios en el Evangelio, y a la Iglesia católica en la predicación sagrada.

Misa de los fieles

Al recorrer el contenido de la misa sacrificial, vemos que comprende tres partes: en la primera llamada Ofertorio, o paso al acto sacrificial, demostramos nuestra participación en el Sacrificio por medio de la ofrenda; en la segunda, que es lo más santo de la Misa y se llama Canon, se verifica el Sacrificio de nuestro Redentor; y en la tercera, o Comunión, participamos del Banquete Eucarístico. Tres cosas, pues, debemos hacer en la llamada Misa de los fieles: ofrecer, sacrificar y recibir.

Misa de los catecúmenos

El Salmo 42

Al llegar el Sacerdote al altar reza el Salmo cuarenta y dos, que es como un suspiro de desterrado, que desea contemplar de nuevo la montaña santa con sus tabernáculos; pide con humildad a Dios que ilumine su entendimiento con la verdad a fin de que caiga de sus ojos la vanidad de lo presente, y las bellezas de las cosas santas.

Por este salmo realiza el alma una verdadera peregrinación hasta Dios; al sentir en sí aspiraciones elevadas por una parte, y por otra inclinaciones bajas, que provienen del yo inferior, del demonio y del mundo, que impiden su acercamiento a Dios, acude al Señor el alma diciéndole: líbrame de la gente impía y del hombre inicuo y engañoso que hay en mí; y confiada en Dios que es su fortaleza y conducida como por dos ángeles que son luz, y fidelidad divina, llega al monte santo, en donde puede cantar las alabanzas del Señor, con la citara del corazón.

Confiteor

El “Yo confieso…” sirve de fórmula para confesar ante la Iglesia entera las miserias y pecados y así poderse acercar al Señor. Los fieles, imitando al Sacerdote, repiten esa misma confesión, diciendo a Dios: perdónanos, porque hemos pecado.

Durante esta Confesión puedo considerar que estoy ante el tribunal divino en el centro está el Juez Supremo; a su alrededor están la Virgen María; el caudillo de Dios, San Miguel; el que preparó los caminos del Señor, Juan Bautista; y los príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo. Todos me acusan por mi infidelidad a la gracia, pero he aquí, que en el momento mismo en que confundido y humillado, me arrepiento y pido a Dios perdón, veo que todos los Santos que asisten ante el divino Juez, dejan su actitud de severidad y se convierten en intercesores y abogados míos.

El beso del altar

El Sacerdote, confiado en Dios y liberado del peso de sus culpas por la confesión, sube las gradas del altar y lo besa respetuosamente por contener las reliquias de los mártires (siendo, por esta razón, como un pequeño sepulcro sagrado). Antiguamente se empezó a besar el altar también, por ser símbolo de Cristo, ungido como el mismo Señor. Además, ese beso puede significar, el ósculo que el alma da humildemente a Dios, su Esposo y su Salvador.

Introito

Luego se dirige el Sacerdote al Misal, para leer el Introito o entrada; éste era antes un salmo entero que se cantaba mientras los ministros sagrados llegaban al altar procesionalmente, desde la sacristía situada cerca de la puerta de la iglesia. Hoy día ha quedado reducido ese salmo a la antífona, a un versículo de salmo (el principio del mismo), al Gloria Patri, y a la repetición de la antífona.

Los Kyries

Terminado el Introito, va el Sacerdote al medio del altar para dirigirse, por tres veces, a cada una de las personas de la Santísima Trinidad, pidiendo misericordia. Estas súplicas recuerdan aquellas procesiones de penitencia que se tenían en la primitiva Iglesia, en determinados días, cuando se dirigían los fieles, entonando las letanías de los santos, desde una iglesia (iglesia de la reunión) a la iglesia de la Estación (o guardia), donde se celebraba la Misa.

Como antiguamente la lengua oficial de la iglesia Romana fue la griega, y estas súplicas arraigaron tanto entre los fieles, de aquí que se conservasen en griego aun después de haberse adoptado el latín como lengua oficial de la Iglesia. San Gregorio Magno fue el que redujo las invocaciones a tres grupos, prescribiendo que, alternando con los Kyries, se cantase también el Christe. Con estas súplicas de desterrados hemos de pedir a la Trinidad Augusta que desaparezca de nuestra alma toda esa región pagana que tenemos en ella, aún sin redimir.

Gloria in excelsis

A continuación reza el Sacerdote el Gloria, que empieza por el Cántico que entonaron los ángeles en el Nacimiento de Jesucristo, y que se continúa con frases repetidas de acción de gracias y con una paráfrasis del Gloria Patri. Esta gran doxología trinitaria, gran alabanza, se llamó antiguamente Himno angélico, por empezar con las palabras que en la noche del Nacimiento de Jesucristo, dejaron caer los ángeles como un mensaje celestial de paz sobre la tierra.

Podemos unirnos a los espíritus bienaventurados, que cantan el Gloria en los cielos, ante el Padre celestial que está sentado en su trono, junto al cual se halla el Espíritu Santo y nuestro Redentor, que colocado delante de la Majestad infinita del Padre, tiene en sus manos abierto el libro, con estas dos palabras escritas: Gloria y Paz.

Dominus vobiscum

El Señor esté con vosotros. Este saludo venerando es de origen judío y con él desea la Iglesia que more Jesucristo en nosotros; es decir, que seamos siempre portadores de Cristo, y que se cumpla en nosotros lo que significa el nombre de cristiano. Con él, parece como si el Sacerdote, habiendo juntado las manos para tomar en ellas a Cristo, las abriese luego para hacer entrega del mismo Señor a los fieles.

Con la respuesta del ministro hecha en nombre de la asamblea, y dirigida al celebrante, la Iglesia alude al gran poder que el Sacerdote ha recibido del Espíritu Santo

La Colecta

En cada Misa hay al principio por lo menos una oración llamada Colecta, nombre que alude su origen. En la primitiva Iglesia los fieles se reunían, primero, en una Iglesia, y después, se dirigían procesionalmente a otra, en la que se celebraba la Santa Misa. A la primera se la llamó iglesia de la reunión, en latin “ecclesia colecta”,  en la cual se rezaba una oración antes de la procesión, la oración de la colecta; es decir, la oración de la comunidad reunida; y aunque más tarde se suprimieron la reunión y la procesión, con todo siguió llamándose esa oración con el mismo nombre de Colecta; hoy día en la liturgia se llaman colectas a las oraciones imperadas.

La primera Oración de la Misa que es una súplica, hace ordinariamente alusión a la fiesta que se celebra, menos en los Domingos, en los que se suele pedir a Dios que nos facilite la práctica del bien y nos ayude para huir del mal.

Si nos fijamos en la estructura de la Colecta vemos, que en general contiene estas tres partes: un saludo o invocación: un motivo de una petición, y, finalmente, la misma petición o súplica; la Colecta termina invocando a Jesucristo, al que presentamos como intermediario ante el Padre Celestial. Puede decirse que, en general, las Colectas van dirigidas al Padre eterno, nunca al Espíritu Santo, y alguna vez al mismo Jesucristo.

La actitud del Sacerdote durante la Colecta, al ponerse con los brazos extendidos, no sólo hace alusión a la cruz del Redentor, sino que nos recuerda también la costumbre de orar en esta forma, en la antigüedad; además, nos puede sugerir e que estemos dispuestos a abrir el corazón resueltamente a la gracia divina.

Los fieles nos debemos unir todos con el Sacerdote en la Colecta, ya que él invita a los presentes con la palabra: Oremus (recemos), para pedir todos por todos, olvidándonos de miras particulares y pensando que la Colecta es como un incensario de oro, en el que coloca la Iglesia Católica el incienso de sus mejores súplicas.

La Epístola

En esta segunda parte de la Antemisa, es Dios el que se dirige a nosotros para instruirnos por las lecturas de la Epístola y del Evangelio, y por los comentarios de los mismos. La primera de las lecturas se llama Epístola, si se toma de alguna carta de los apóstoles (pues la palabra epístola en griego significa carta), o bien recibe el nombre de Lección si pertenece a alguno de los restantes libros sagrados.

Esta primera lectura consiste en un solo fragmento bíblico cada día, menos en determinadas ocasiones, en que son varios, como sucede con algunas Misas de Témporas.

Antiguamente no se seleccionaban estos fragmentos bíblicos, sino que se seguía la lectura hasta terminarla, de cada uno de los libros Sagrados; costumbre que aún se conserva hoy día en la Iglesia griega; pero en la romana, desde el siglo quinto, sólo se leen determinados pasajes escogidos llamados perícopes. En ellos, aunque nos instruye Dios, podemos considerar que es la Iglesia la que nos habla en los domingos, y en las fiestas o Estaciones, el Santo de la fiesta o de la Estación. Esta lectura de la Epistola, se hacia antiguamente desde un púlpito bajo, llamado ambón.

Gradual

Terminada la Epístola, se canta el Gradual, que recuerda los antiguos salmos que se cantaban desde una grada del ambón.

Aleluya

Esta hermosa palabra, que significa “alabad a Dios”, es el canto que el cristiano entona como remero en su viaje hacia el puerto de la eternidad. El aleluya es nuestro zeleusma celestial, nuestra dulce canción de remeros, como la llamó San Agustín, exhortando a los fieles a repetirla. Se dice principalmente en el tiempo Pascual y en otras ocasiones de regocijo espiritual. Por esto durante la Cuaresma se omite, y se dice en su lugar el Tracto.

Tracto

Era un salmo que se cantaba en tono grave, por un solo cantor, seguidamente (tractim), sin que contestase el coro. Ha quedado reducido a algunos versículos, y se dice en los tiempos de penitencia o cuando se conmemora la Pasión de Nuestro Redentor.

Secuencia

En señal de santa alegría, desde antiguo, cuando se cantaba el Aleluya, solían los cantores detenerse en la última vocal de esa palabra, por lo que recibió dicha modulación el nombre de jubilatio (júbilo). Más tarde, en vez de esa vocal se introdujeron unos himnos que, por seguir al Aleluya, se llamaron Secuencia. Éstos fueron reducidos a cuatro sólo, por el Papa San Pío V, en el siglo XVI, que son: la Secuencia del día de Pascua, debida, según se cree, al benedictino Notker; la del día de Pentecostés, atribuida con mayor probabilidad a Inocencio III; la del día de Corpus (y Octava), compuesta por Santo Tomás de Aquino; y la de la Misa de Difuntos, atribuida a Tomás de Celano. Más tarde se añadió una quinta Secuencia, cuyo autor es probablemente Jacopone de Todi para las Misas de los Dolores de la Virgen María.

El Evangelio

Ya desde antiguo se acompañó de gran pompa su lectura, pues es el mismo Jesucristo, el Maestro del cielo, el que nos habla por el Santo Evangelio.

Las ceremonias que acompañan la lectura del texto evangélico en la Misa solemne indican la grandiosidad de ese momento de la Antemisa. Así vemos que el Diácono, arrodillado y profundamente inclinado, ruega a Dios que purifique sus labios y su corazón para leer dignamente el Sagrado texto. Luego pide la bendición al Celebrante, y a continuación se organiza la procesión precediendo el incensario que despide delicados aromas, y siguiendo las luces, el Subdiácono, y finalmente el Diácono, que lleva el libro de los Evangelios sobre el pecho. Al empezar el Diácono la lectura, hace sobre el texto la señal de la cruz, para indicarnos que nos habla Cristo crucificado; luego lo inciensa reverentemente y todos oyen la lectura con gran respeto; hasta el prelado, cuando está presente, debe descubrir su cabeza; todo lo cual nos hace sentir la presencia de Jesucristo durante la lectura del sagrado texto.

El Credo

Terminadas las súplicas y todas las enseñanzas divinas, naturalmente brota del corazón el canto o recitación valiente del Credo, fórmula en la que se contienen, en resumen, las verdades de la fe que debemos creer. El Credo que se dice en la Misa es una combinación del Símbolo de Nicea con el de Constantinopla.

Con la recitación del Credo, termina la Antemisa o Misa de los catecúmenos, siguiéndose a continuación el rito Eucarístico, o Misa de los fieles, que empieza con el Ofertorio.

Misa de los fieles

El Ofertorio

Invita el Sacerdote a la asamblea a orar, diciendo Oremus (oremos). Antiguamente, al llegar a este momento, los fieles se dirigían procesionalmente al altar para ofrecer sus dones a Dios; eran éstos un bodigo de pan blanco, un jarrito de vino, aceite, incienso, lana, cera, fruta, plata y oro. Durante este tiempo se cantaba un salmo, y los diáconos recogían las ofrendas, colocándolas sobre unas mesas dispuestas para este fin. El pan y el vino que se necesitaban para el sacrificio, se llevaban al altar, en donde los recibía el Obispo, rezando en voz baja. Los restantes dones se reservaban para los pobres y para los usos de la iglesia.

Aquellos dones eran símbolo de la persona, que se quería ofrecer a sí misma a Dios, y con la persona, la vida; por esto daban el pan, que simboliza el trabajo con el sudor de la frente, y el vino, que por estar hecho de la uva prensada en el lagar, representa el dolor humano; trabajo y dolor, que son el contenido principal de nuestra vida.

Lavabo

Significa la limpieza que debe tener el Sacerdote para tomar en sus manos el Cuerpo de Jesucristo, después de la Consagración, y el deseo de acercarse a Dios totalmente purificado. Antiguamente tenía además la finalidad de lavarse las manos, por si acaso hubiesen quedado manchadas, con la recepción de las ofrendas; durante el Lavabo, dice el Sacerdote una Oración que data ya del siglo décimo, y que, corresponde al Salmo 25.

La Secreta

Después de dirigirse el Sacerdote a la asamblea, invitándola a orar con el Orate fratres, (rogad, hermanos), dice la oración llamada Secreta, así denominada por recitarse en voz baja, y mejor todavía por ofrecerse con ella lo separado (secretum) de las ofrendas presentadas para el Sacrificio. Dicha esta Oración, el Sacerdote ya no se vuelve al pueblo hasta terminado el Sacrificio, quedando además sumido en un misterioso silencio, que interrumpe tan sólo antes del Canon, por las palabras del Prefacio.

Prefacio y Sanctus

En el Prefacio se hallan fórmulas desprendidas de la plegaria eucarística llamada anáfora, en las que se conmemoran, con acción de gracias, los beneficios recibidos de Dios. Empieza por un diálogo entre el celebrante y la asamblea, en el que el sacerdote exhorta a los fieles para que pongan su pensamiento y su corazón en la celebración de los divinos misterios. Se termina con el “Sanctus”, repetido tres veces, palabras que oyó el profeta Isaías, cerca de 800 años antes de Jesucristo, entonar a los Serafines, y las del saludo con el que los judíos recibieron a Jesucristo en Jerusalén el domingo de Ramos.

En resumen, puede decirse que en el Prefacio encontramos: alabanzas en general dirigidas a Dios, un motivo especial de gratitud, y finalmente alabanzas unidas a las angélicas. El Sacerdote se inclina al decir Sanctus en señal de respeto y adoración.

De entre las palabras del Prefacio son dignas de mención las que el Celebrante emplea para exhortar a la Asamblea a levantar su corazón hacia las cosas santas, y a trasladarse desde la tierra al cielo. Cada uno de los Prefacios para distintas fiestas o tiempos litúrgicos encierra motivos de gratitud diferentes, todos ellos muy dignos de ser meditados.


El Canon

Esta es la parte invariable de la Misa, que empieza por el Prefacio y termina con el Pater Noster. Es la oración misteriosa en la cual el cielo se inclina hasta nosotros y Dios baja nuevamente a vivir entre los hombres. Las palabras céntricas del Canon son las de la Consagración, con las cuales instituyó Jesucristo el Santísimo Sacramento. Buena práctica es la que tienen los fieles, que se acostumbran a ver durante el Canon en el Sacerdote, como al intermediario entre Dios y los hombres.

Durante todo el tiempo del Canon, podemos imaginarnos a Jesucristo que está pendiente de la Cruz, sobre el altar, y que tiene a su alrededor, en un grupo a la Iglesia militante, con el Papa, los Obispos y los Sacerdotes; en otro, a nuestros parientes y amigos que aún viven; en otro, a los Santos del cielo; en otro, a los fieles difuntos, y, finalmente, a nosotros mismos, ciegos, indigentes, tibios, llenos de miserias morales y aficionados a las cosas de este mundo.

Memento de vivos

Cuando el Sacerdote dice “Te igitur”, pide con humildad a Dios que acepte los dones que le ofrece por la Iglesia Católica, y a continuación especifica, por quiénes ruega con especial mención.

Antiguamente el diácono leía los nombres de éstos, que estaban escritos en unas tablas pequeñas dobles llamadas dípticos. El Celebrante también ruega por todos los creyentes y los presentes, cuya fe y devoción son conocidos de Dios, con las palabras “omnium circunstantium” (y de todos los circunstantes) alude a la costumbre que había en otro tiempo, de que los fieles estuviesen, no de rodillas, sino de pie, alrededor del altar, durante la celebración de los divinos Misterios. Luego, el celebrante, recordando a la Iglesia triunfante, nombra a la Virgen María, a los doce apóstoles y a doce mártires romanos; todos ellos pertenecientes a los cuatro primeros siglos de la era cristiana.

La razón de invocar a los Santos es para que, por su intercesión, recibamos con mayor abundancia los frutos del Santo Sacrificio, que se mencionan en la Oración que sigue y son: la paz en este mundo, el librarnos de la condenación eterna y, por fin, la admisión en la compañía de los bienaventurados.

Mientras tanto, el Sacerdote extiende las manos sobre la Hostia y el Cáliz ya ofrecidos, para señalar así la Víctima del Sacrificio, y como para transferir sobre ella los pecados del mundo.

La Consagración

Llegamos al momento más sublime de la Santa Misa, puesto que Jesucristo va a aparecer sobre el altar y va a renovar el Sacrificio de la Cruz. El Sacerdote, hablando en nombre del mismo Señor y recordando el relato de la última Cena, pronuncia las palabras más divinas que se pueden pensar, con las que se transforma el pan y el vino substancialmente en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, el Cordero de Dios, quedando como muerto sobre el santo altar “entre aromas de trigo y reflejos de oro”. El Sacerdote primero, y a continuación la asamblea, se arrodillan todos ante Dios, adorando a la Majestad infinita.

“Adoremus in æternum Sanctissimum Sacramentum.”

Para el sacramento del Amor, los mejores perfumes y armonías. Para Jesucristo sacramentado, lo mejor del alma; el corazón, la inteligencia y la voluntad. A continuación sigue la elevación de la Sagrada Hostia y del Santo Cáliz, rito que empezó a practicarse va en la Edad Media; antes sólo se mostraba al pueblo el Cuerpo y la Sangre del Señor hacia el final del Canon, en el tiempo en que ahora se hace la pequeña elevación.

Después se conmemora la Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo; por esta anamnesis se cumple el mandato de Jesucristo de celebrar los divinos Misterios en memoria suya.

Terminadas las palabras conmemorativas, siguen dos oraciones de un encanto particular. En la primera pasan ante nuestros ojos la figura de Abel, con su sacrificio de lo mejor que poseía; la de Abraham, con el suyo, al llevar a su hijo Isaac al Monte Moriá; y la de Melquisedec, ofreciendo a Dios en sacrificio pan y vino; en ellos tenemos un modelo de pureza de vida, de fe rendida, y de generosidad magnánima. En la Segunda oración se pide a Dios que el Sacrificio sea llevado por manos de su Santo Ángel desde el altar de la tierra al celestial, ante la Majestad divina, a fin de que los que comulgamos de este altar seamos llenos de las gracias celestiales.

Memento de difuntos

Cuando se considera ya aceptado por Dios el Santo Sacrificio, pide el Sacerdote que sus frutos se apliquen a los fieles difuntos, que la Sangre del Cordero descienda sobre aquellas almas que esperan en las llamas del Purgatorio su liberación. Los nombres de éstos estaban antiguamente escritos en pequeñas tablas que se leían al llegar a este punto de la Misa; en ellos sólo podían ser incluidos los bautizados que habían muerto en la paz de la Iglesia. Ahora, esta Madre generosa recuerda todos los días a todas las almas de los muertos, aun de aquellos cuyo recuerdo ha desaparecido de la Tierra.

Nobis quoque peccatoribus

Cumplido el deber de caridad para con las almas dolientes, por esta oración pedimos, abrazados a la Cruz como María Magdalena, participar de la comunión de los Santos, es decir, la salvación eterna. Como se echa de ver fácilmente, esta oración está impregnada de humildad toda ella; nos llamamos pecadores golpeándonos el pecho, y pedimos estar en un rincón del cielo.


Comunión

Terminado el Canon llega el momento del banquete eucarístico de la Víctima inmolada. A semejanza de lo que sucede en las comidas familiares, podemos distinguir en él: la preparación (rezo seguido de la fracción y mezcla de las especies Sacramentales), celebración del banquete, limpieza de los vasos sagrados, oraciones para que siente bien al alma la com da divina y, finalmente, fortalecidos con el manjar celestial, la despedida de la familia de Dios.

Pater Noster

Con esta dulcísima plegaria ora el Sacerdote confiadamente, pidiendo a Dios, entre otras gracias, el pan celestial de cada día; teniendo a Jesús presente sobre el altar, le dirige esta plegaria, llena de confianza y de filial amor. Le preceden unas palabras con las que se manifiesta la grandiosidad de la misma; tan santa les parecía a los antiguos cristianos esta Oración, que la guardaban en secreto, sin escribirla, para que no fuera conocida de los paganos.

En el “Pater noster” se contienen todos los frutos de la Santa Misa. Su recitación sirve también admirablemente como preparación para recibir el manjar eucarístico.

Fracción del Pan

Esta es una práctica antiquísima; la encontramos ya en la Última Cena y en Emaús, cuando Jesús dio su cuerpo a aquellos dos discípulos suyos; se tomó esta frase, durante mucho tiempo, como equivalente de banquete eucarístico.

Para algunos significa la muerte violenta de Jesucristo, así como la mezcla del cuerpo y sangre, al dejar caer el Sacerdote en el cáliz una pequeña parte de la Hostia consagrada, representaría la resurrección del Salvador. Al dividirse la Hostia, no se divide el Cuerpo de Cristo, que permanece vivo y entero en cada una de las partes en que aquella se divide. Antiguamente, el Papa hacía llevar parte de la Hostia por él consagrada a los Obispos de Roma y a los Sacerdotes de las iglesias titulares, los cuales la mezclaban con la Sangre de su respectivo Cáliz para comulgar.

Como en la antigüedad los panes consagrados y destinados a la Comunión de los asistentes eran grandes, los diáconos procedían a la fracción de los mismos; reduciéndolos a pequeños trocitos, para que pudieran ser repartidos fácilmente entre los fieles. En este tiempo se entonaba ya el “Agnus Dei”, pidiendo misericordia al Cordero de Dios, inmolado por nosotros.

Oraciones preparatorias

En las tres encontramos ideas y sentimientos a propósito para disponer al alma para comulgar; pero sobresalen, en la primera, la súplica por la paz; en la segunda, la confianza en Dios y, finalmente, en la tercera, una sincera y profunda humildad; tranquilizada el alma, dos ángeles nos acompañan a la Sagrada Mesa; el ángel de la confianza y el ángel de la humildad.

La Comunión

Llegado el momento divino de la Comunión, recibe primero el Celebrante a Jesucristo bajo las dos especies, y luego los fieles, solo bajo la especie del pan.

El Sacerdote, después de tomar la Sagrada Hostia, en esos momentos de silenciosa admiración, se pregunta: "¿Qué devolveré yo al Señor por todo lo que me ha dado?" Y a continuación él mismo se responde: "Tomaré la Sangre de Salvación", es el único modo de agradecer a Dios sus beneficios, devolverle sus mismos dones.

Inmediatamente después de recibir el Sacerdote a Jesucristo bajo ambas especies, se procede, como se ha dicho, a la Comunión de los fieles, haciendo el Celebrante, sobre cada uno de los comulgantes, con la Sagrada forma una cruz, mientras pronuncia “que el Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma hasta la vida eterna”. Y en estos instantes sublimes, se verifica lo que quiere decir esa palabra: Comunión; es decir, común unión, pues al recibir el cuerpo de Jesucristo, se verifica esta deseada unión del Señor con los fieles, y de estos entre sí. Para este tiempo en que se distribuye la Sagrada Eucaristía, hay en cada Misa unas palabras, una antífona, que encierran un pensamiento delicado, y que se repiten para que se graben en la mente de los fieles que forman la asamblea; son el eco de un canto de cielo, que eleva hacia los esplendores de la virtud y de la santidad. No es su sentido eucológico, o de plegaria, sino más bien ornamental.

La Poscomunión

Para terminar, se reza una oración en la que se pide a Dios por Jesucristo, o por intercesión de la Virgen Santísima o de los Santos, las gracias necesarias para vivir, como deben hacerlo los que han asistido a la celebración de los sagrados misterios y han participado del Cuerpo de Jesucristo.

Después, la Misa se termina rápidamente, como si quisiera indicar la Iglesia, que mejor aún que con largas fórmulas de gratitud, en reconocimiento por el beneficio inestimable recibido, desea Jesucristo, el agradecimiento de una vida cristiana, de una vida santa. Que la respuesta al inmenso favor del banquete celestial sean: nuestro dolor, nuestro amor y la generosidad en sobrellevar los trabajos inherentes a la situación de caminantes, que se dirigen a la Patria por este camino de destierro.

A continuación sigue la despedida “Ite, missa est.” y la bendición. Esta, que solía darse solo por los obispos, se fue generalizando poco a poco de tal modo, que se llegó a conceder por todos los sacerdotes celebrantes.

Es esta una bendición paternal, que por medio del Sacerdote da a sus hijos el mismo Dios, para que los frutos del Santo Sacrificio se difundan en sus almas, y para que luchen denodadamente contra todos los enemigos del alma.

El Último Evangelio

Se lee en la mayor parte de las misas, después de la bendición, el inicio del Evangelio de San Juan, como reminiscencia de la costumbre que tenían antiguamente los cristianos de pedir que se les leyera esa página llena de luz acerca del Verbo divino. En ella vemos a Jesucristo radiante de luz, en toda su grandiosidad; y al oír que se hizo carne y vivió entre nosotros, brota del fondo del corazón una palabra de gratitud, y damos gracias a Dios, “Deo gratias”.

Finalmente, en el rito bizantino, el celebrante, al terminar el Santo Sacrificio, mira a una imagen del Salvador y le pide que llene de alegría en toda ocasión, hora y tiempo, ese vaso sagrado que los hombres llevan en el pecho, de ordinario tan vacío.