Venid, benditos de mi Padre

Al terminar el año litúrgico, la Iglesia fija la mirada en la parusía, en el retorno glorioso del Señor, hasta que vuelva a llegar el Adviento. Y es que en el último domingo después de Pentecostés, la liturgia siempre nos pone ante el dies iræ, el día en que Cristo vendrá como Juez.

Los antiguos no tenían reparo en hablar con seriedad del juicio de Dios. Al contemplar la posibilidad de perderse para siempre, San Bernardo recordaba el infierno, el rostro terrible del Juez, el gusano que no muere, el fuego, el humo, el azufre, las tinieblas exteriores. Pedía lágrimas, pedía poder llorar antes de que fuera demasiado tarde. Su lenguaje puede parecer duro, pero nacía del amor: quería arrancarnos de la superficialidad, sacarnos de la modorra espiritual, mostrarnos que jugar con el pecado no es un pasatiempo inocente.

La tradición describe el último día como un gran incendio que purifica, un día en el que la tierra entera y toda su historia comparecerán ante el Hijo del Hombre. Se habla del valle de Josafat como lugar simbólico donde se reúnen todas las generaciones. Allí no habrá ya distinción de cargos, de riquezas, de prestigios humanos. Lo que contará será la verdad de cada corazón.

En medio de esa escena aparece la Cruz. El mismo signo que ahora se alza sobre los altares y corona las torres de los templos será entonces como un espejo donde se vea, de una vez, la medida del amor de Cristo y la medida de nuestra respuesta. En ella recordaremos que el Señor se hizo hombre por nosotros, aceptó humillaciones, golpes y clavos; que cada gota de su Sangre ha sido precio de nuestra salvación. Y ante ese amor se verá con claridad qué hemos preferido a lo largo de nuestra vida. Para algunos, la Cruz en aquel día será motivo de un gozo inmenso. Reconocerán en ese madero el signo de la compañía humilde en los días de gozo, en el sufrimiento, en la enfermedad, en la paciencia, el trabajo y la humillación ofrecidos a y aceptados por Dios. Para otros, la Cruz pondrá en evidencia una vida gastada en caprichos, orgullo, e indiferencia.

Dice la Escritura que cuando viniere el Juez, separará a los suyos y marcará esa separación con palabras breves y definitivas. A los que han resistido obstinadamente a la gracia, les dirá: “Apartaos de mí, vosotros los malditos, al fuego eterno que preparó mi Padre para el diablo y para sus ángeles”. Un rechazo sin vuelta atrás. Al alma del condenado se le abrirá entonces la vista: comprenderá que Dios es su bien supremo, el único capaz de saciarla, y justo en ese momento sabrá que está lejos de Él para siempre. Esa conciencia de haber perdido al único Bien digno de ser amado constituye el principal tormento del infierno.

A los justos, en cambio, les dirá:

“Venid, vosotros los benditos de mi Padre, entrad en posesión del reino que os está preparado desde la creación del mundo…

… porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregrino era, y me hospedasteis; desnudo, y me vestisteis; en prisión estaba, y vinisteis a mí.” El Pastor reúne a sus ovejas, el Padre abre su casa. El Reino aparece como herencia prometida desde el origen, guardada para este encuentro definitivo.

Nosotros sin embargo seguimos en el valle de lágrimas, en el mundo, y por eso la Iglesia hace que el año termine con estas lecturas: para que el pensamiento del fin aliente nuestra esperanza y nos empuje a aprovechar el presente.

“Hora es ya que despertéis del sueño, puesto que ahora más cerca está de nosotros la salud que cuando abrazamos la fe”, dice San Pablo. Cada hora que pasa nos acerca a la salvación definitiva, tanto a la resurrección universal como a la que ha de surgir de la muerte de cada uno. Y el Adviento es una oportunidad para recuperar la gratitud frente a dicha salvación, para aumentar nuestra caridad (pues la caridad es la plenitud de toda ley), para concentrarnos en oración sin distracción, y para redescrubrir la fe como si fuera por vez primera.

San Agustín ofrece un ejemplo que puede resultar muy cercano. De joven negó la fe de su madre, se dejó arrastrar por herejías y llevó una vida desordenada, buscando placeres y honores.Vivió incluso en concubinato con una mujer que le dio un hijo llamado Deodato, y nunca llegó a casarse con ella. Aun así, no tenía paz. En el fondo de su corazón ardía un tormento que él mismo describió así: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Sabía dónde estaba la verdad, pero se resistía a dar el paso. Su voluntad estaba dividida. Llegó a pedir: “Hazme casto… pero todavía no”. Deseaba el bien, pero temía perder sus viejas costumbres, placeres del mundo y de la carne.

A veces oímos en el interior del alma una voz que nos dice: “ya lo haré más adelante”. El demonio se sirve de ese “más tarde” constante para prometer un cambio futuro y con ello robarnos el presente. Pero la gracia insiste con paciencia. Agustín se encontró llorando en un jardín en Milán cuando escuchó una voz que le repetía: tolle, lege” (toma y lee). Entró en casa, abrió las cartas de San Pablo y leyó un pasaje que hablaba de abandonar la embriaguez, las deshonestidades y las envidias, para revestirse de Jesucristo. Mientras leía, sintió que una luz clara llenaba su corazón. Decidió entregarse por completo a Dios.

El Señor que un día nos dirá “venid” o “apartaos” es el mismo que hoy, en la discreción de la gracia, susurra un “toma y lee”. El inicio del Adviento es tiempo propicio para revisar nuestra vida a la luz de estas dos escenas: el valle del juicio y el jardín de la conversión, para comprender que nuestra historia no queda colgada en el vacío, que tiene un desenlace eterno; y que Dios no se limita a amenazarnos, sino que nos llama, invita, sostiene y espera.

¿Cuánto hemos abrazado nuestra cruz? ¿Qué lugar ocupa el sacrificio en nuestra vida diaria? ¿Qué medida tienen nuestra mortificación, nuestra paciencia y humildad ofrecidas por amor al Señor? ¿Hasta dónde llega, en lo concreto, nuestra caridad para con los demás?

El juicio final enseña a ver el pecado como verdadera desgracia, y a la vez el Adviento es tiempo para esperar la venida de Niño Dios con alegría, tiempo para abrirnos a la gracia. Quien tiene ese sano temor y vive con verdadera esperanza, empieza a caminar más vigilante, más confiado, más deseoso de oír un día “venid, benditos de mi Padre”.

LDVM

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