Fiesta de Nuestra Señora del Pilar
Fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. No nos hemos limitado a pedir las tres virtudes teologales que tenemos que suplicar constantemente, sino que, mirando a María y mirándola así, tan menudita, tan frágil, pero asentada sobre la columna, hemos pedido para cada una de esas tres virtudes básicas una característica.
Para la fe, fortaleza. Es decir, se conecta una virtud teologal con otra cardinal: una viene a fundamentar a la otra. Que nuestra fe no puede ser algo veleidoso, contingente, sujeto a los estados de ánimo, a las circunstancias, a las épocas. No. Debe ser, a decir de san Pablo, una fe viva, una fe activa, una fe fuerte; una fe contra la que no puedan (aunque no dejen de intentarlo nunca) las acechanzas del mundo, del demonio y de la carne. Una fe que venza al mundo. ¿No dice la Sagrada Escritura: «Esta es nuestra victoria: nuestra fe»? Por eso, la nuestra ha de ser una fe fuerte, como es la fe de María: que no vacila, que no claudica; que, aunque sufra; no duda, no abandona, confía.
Íntimamente relacionado con esto está lo segundo: seguridad en la esperanza. Qué hermosa la afirmación paulina: «Sé de Quién me he fiado». Si yo hubiese puesto mi garantía en otra persona o cosa, podría estar siempre incierto. Pero me he fiado de quien no puede engañarse ni engañarnos. Me he fiado de la Virgen. Me he fiado de Aquel cuya palabra no pasa, aunque pasen el cielo y la tierra. Me he fiado de quien me dice, cuando, acordándome de mis propias fuerzas, temo y me hundo: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» Entonces, la mía ha de ser, como la de María, una esperanza segura. La definición teológica más cabal y más breve de la esperanza sólo tiene dos palabras: esperar a Dios de Dios. Otras son esperanzas pequeñas, de cosas que pueden suceder al darme en mi camino de santidad; pero la esperanza es del cielo, es de la vida eterna, y esta nos la enseña María, que nos espera allí, gloriosa en cuerpo y alma. La esperanza segura nos la infunde nuestra Madre.
Y, por fin, constancia en el amor. Porque el amor no es tal si no es perseverante, si no es paciente, si no aguanta y soporta sin límites. Ese es el amor: el que se mantiene; el que deja que pasen sobre él opiniones, épocas, modas… y Él se ríe de todo eso; Él que ve que, uno tras otro, los enemigos del amor van descendiendo al sepulcro, mientras Él, el Amor, sigue cubriendo el mundo. Él, que hace que su bandera blanca de paz y de pureza siga ondeando sobre las almas inocentes de los niños, sobre las familias cristianas, sobre las horas y los días de las religiosas y sobre los hombres católicos.
Si para todo esto nuestro modelo y espejo es la Columna, el Pilar. María nos ha movido después de los dos mil años desde que vino a animar a aquel Santiago desalentado ante la dureza de los hispanos. Hoy podemos seguir cantando aquel antiguo himno al Sagrado Corazón de Jesús que cantaban nuestros abuelos, cuando en las iglesias se entonaban cosas que valían la pena y los cultos litúrgicos eran más serios:
Limpia como el sol que baña nuestro cielo, es nuestra fe. Aún Santiago cierra España, aún está el Pilar en pie.
Mientras el Pilar, y Nuestra Señora sobre él, sigan en pie, nosotros seguimos con fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor, confiando en la salvación de España: esta patria nuestra, luz de Trento, martillo de herejes, guía y evangelizadora de tantos pueblos, y madre de esos numerosísimos millones que rezan a Dios en español.
Todo esto se nos impone en la consideración de manera agradable, dulce y agradecida en este día de Nuestra Señora del Pilar, Reina de la Hispanidad, por la coincidencia con la fecha del inicio de la evangelización de Hispanoamérica. Nuestra Señora del Pilar: la Virgen de la firmeza, de la constancia, de la seguridad, de la fortaleza. La Virgen es la sublimación del eterno femenino, con todas sus dulzuras y firmezas, pero es también símbolo de la virilidad, de la reciedumbre, de la robustez.
Cuando hablamos de Ella, nosotros, hijos de esta época, tan vulnerables en nuestras sensibilidades, siempre un poco inmaduras e infantile, tengamos un corazón que siente y sufre, pero gobernado por la inteligencia, a su vez iluminada por la fe. Recordad que María, al pie de la Cruz, estaba: se mantuvo en pie, erguida, firme. No podría haber sido otro el símbolo que hubiese querido traernos la Madre de Dios a los españoles: mirad la columna, la fortaleza.
Entonces, vengan sobre nosotros, como le sucedió a Santiago el Mayor, cansancios y desalientos: de todos venceremos. María está con nosotros. Ella está a nuestro lado, camina y nos sostiene. No dejará de recordar las muchísimas veces que le hemos pedido una cosa, quizá distraídamente, quizá sin advertir lo que decíamos. No importa: María tomó nota siempre y ese es nuestro consuelo.
¿Y qué es eso que le hemos pedido y que volvemos a pedir hoy con todo nuestro corazón? Santa María, Nuestra Señora del Pilar, Reina, Madre, Abogada nuestra, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
— Adaptado del sermón del Padre Carlos Barba en la Fiesta de Nuestra Señora del Pilar, 12 de octubre de 2025.