La Realeza de Cristo

En 1925, Su Santidad el Papa Pío XI instituyó la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Rey con la convicción de que las desgracias del mundo provenían de haber relegado a Jesucristo de la vida personal y pública. Ya entonces advirtió que la humanidad, apartada de la ley de Cristo, se precipitaba en calamidades, que “nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador”. Un siglo después, esta enseñanza sigue vigente: la auténtica paz de Cristo solo puede florecer en el reino de Cristo, es decir, reconociendo su soberanía sobre el mundo.

La Sagrada Escritura proclama profusamente la realeza mesiánica de Jesús. Mucho antes de su venida, los profetas anunciaron a un descendiente de Jacob investido de dominio sobre las naciones. El Salmo 2, por ejemplo, presenta a Dios diciendo: “Yo mismo he establecido a mi Rey en Sión, mi monte santo” y promete al Ungido las naciones por herencia y los confines de la tierra por posesión. Isaías avizoró la llegada de un rey niño: “Nos ha nacido un Niño… su imperio será amplificado y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el trono de David… para afianzarlo con justicia y rectitud desde ahora y para siempre”. Del mismo modo, Jeremías anunció al “vástago justo” de David que reinaría sabiamente, y Daniel profetizó “un reino que no será destruido jamás… un Hijo del Hombre” a quien fueron dados “el poder, el honor y el reino; y todos los pueblos le servirán; su poder es eterno y su reino indestructible”. Incluso Zacarías retrató la entrada humilde del Rey mesiánico en Jerusalén montado en un asno, escena cumplida en Cristo el Domingo de Ramos.

El arcángel Gabriel anunció a María que su hijo heredaría el trono de David y reinaría para siempre. Y el propio Jesús testificó su condición en la parábola del juicio final, donde se presenta como Rey que juzgará a todas las naciones (Mt 25,31-40). Proclamó ante Poncio Pilato que Él era realmente Rey, aunque “su reino no es de este mundo” (Jn 18,36-37), y tras su Resurrección dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”. Así, Cristo es el Señor de la historia, “el Alfa y la Omega, el Primero y el Último” (Ap 22,13). Su reinado “no tendrá fin” (Lc 1,33).

Los apóstoles dieron testigo de su fe verdadera y de la realeza de Cristo. San Juan lo llama “Príncipe de los reyes de la tierra” y “Rey de reyes y Señor de señores”. San Pablo enseña que el Padre constituyó a Cristo “heredero universal de todas las cosas” y que “debe reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies” (cf. Heb 1,2; 1 Cor 15,25). Así, la Escritura entera, desde las promesas mesiánicas hasta la proclamación apostólica, reconoce en Jesucristo, en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la dignidad regia sobre toda la creación.

La realeza de Cristo, pues, no es un mero simbolismo honorífico. Es un título verdadero y un poder real que pertenecen a Jesucristo en sentido propio y estricto.

El Hijo eterno de Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios. En virtud de esta unión de su Divinidad y humanidad en su Persona, Cristo Jesús posee una soberanía absoluta sobre toda criatura. Como recordaba san Cirilo de Alejandría, “Cristo posee la soberanía sobre todas las cosas creadas, no arrebatada por la fuerza ni usurpada a nadie, sino por derecho de su misma esencia y naturaleza”. Siendo Verdadero Dios, comparte con el Padre el dominio supremo; siendo Verdadero Hombre, recibe del Padre “potestad, honor y reino” sobre el mundo. Él es por naturaleza Rey: Señor de la creación entera, “encumbrado entre todas las cosas creadas”. No hay dignidad por encima de la suya.

Por la redención, además, Cristo reafirmó y adquirió un derecho nuevo sobre nosotros: el derecho de conquista. Nos hizo pueblo adquirido a precio de su sangre. Pío XI decía:

“¿Qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no solo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención?”

Recordar que el Hijo de Dios entregó su vida por cada uno de nosotros es comprender que le pertenecemos doblemente. “No somos ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande”. Jesucirsto, con su amor sacrificial, nos liberó del pecado y la muerte, “nos trasladó al reino de su Luz”. Así, Cristo es nuestro Rey por quien es (Dios hecho hombre) y por lo que hizo (nuestro Redentor).

Al proclamar a Cristo Rey, es esencial entender el carácter de su Reino, que “no es de este mundo” en cuanto a origen y finalidad. No se trata de un régimen político más que se impone con ejércitos o impuestos. El reino de Cristo es ante todo espiritual, centrado en la verdad y la vida de la gracia. Él debe reinar en el entendimiento, en la razón, mediante la verdad, pues Él es la Verdad misma. Así, reinará en las voluntades, inspirando y fortaleciendo nuestra libertad para querer el bien; pues Él, plenamente sometido a la voluntad del Padre, nos mueve interiormente a cumplir los nobles propósitos de la voluntad divinavatican. Y con todo esto, reinará en nuestros corazones, en nuestras almas: “el reino de Dios está entre vosotros” (Lc 17,21).

Por eso, para entrar en este Reino es necesaria la conversión interior. “Los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia… no pueden entrar sino por la fe y el bautismo, que significa y produce la regeneración interior”, explica Pío XI. Y Cristo no quiso confundir su Reino con un poder temporal: rehusó que las multitudes lo proclamaran rey político, y ante Pilato declaró que su realeza no competía con la de César. Pues Jesucristo “no quita los reinos mortales el que da los celestiales”. Al contrario, cuanto más una nación se somete a Él, más noble y elevada se vuelve, porque Él purifica, orienta y eleva todas las realidades humanas.

Y como Cristo tiene potestad sobre todas las cosas temporales, aunque en su primera venida no ejerció un gobierno político, sigue siendo Señor de la historia y de todos los pueblos. Su autoridad se extiende sobre reyes y presidentes, sobre sistemas económicos y leyes culturales. Si los gobernantes comprenden que ejercen su autoridad como delegados del Rey divino, legislarán con sabiduría y equidad, conscientes de que un día deberán rendir cuentas al Señor. Y los pueblos, al confesar públicamente a Dios como Fuente de toda ley y derecho, se verán liberados de idolatrías terrenas e ideológías. Pío XI llamaba a esto el “reinado social de Jesucristo”, es decir, la instauración de una cultura y orden civil inspirados en el Evangelio, un orden que ve en Cristo el fundamento de la moral, de la justicia y de la verdadera libertad. Allí donde Él reina, florecen la dignidad de las personas, las familias y la concordia.

Los últimos siglos han demostrado las consecuencias de apartar a Cristo de la vida pública. Pío XI denunciaba precisamente en la encíclica Quas primas (de festo Domini Nostri Iesu Christi Regis constituendo) la avanzadilla del laicismo, la “peste de nuestros tiempos”, que buscaba erigir la sociedad “como si Dios no existiera”. Y así sucedió. Primero se negó el derecho de Cristo y de su Iglesia a orientar las conciencias; luego se equiparó el cristianismo con ideologías meramente humanas; y finalmente muchos Estados pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.

El Papa enumeró con dolor los frutos amargos que esto produciría: “el germen de la discordia sembrado por todas partes; odios y rivalidades entre los pueblos… discordias civiles, junto con un ciego egoísmo… destruida de raíz la paz doméstica… rota la unión de las familias; y… sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad”. Estas palabras, escritas hace cien años son hoy una realidad en muchos lugares, y la causa última es precisamente esa: el mundo ha querido destronar a Cristo.

Pío XI nos exhortaba a no ser tímidos, sino a confesar abiertamente a Cristo Rey en la vida pública:

“Si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey… se dedicarán a llevar a Dios de nuevo a los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor”.

Así, el reinado de Cristo avanzará por el testimonio valiente de aquellos fieles que sean sal de la Tierra, que custodien la verdad con obras de justicia y misericordia, anunciando el Evangelio en caridad con pureza de corazón.

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Santa Teresa de Jesús