Hijo de David, Señor de David
Del desafío fariseo a la divinidad de Cristo
El Evangelio que acabamos de proclamar se sitúa en el Martes Santo, un momento en que los enemigos del Señor formaron un frente único y se reunieron para proponerle diversas cuestiones de acusación, basándose en sus respuestas. Se leen frases como estas:
“Entonces, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para poner a prueba a Jesús con una pregunta; enviaron a algunos de los suyos, con unos herodianos, y le dijeron…”.
“En aquella ocasión, se le acercaron unos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y le preguntaron…”.
“También, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar, y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba”.
La perícopa que hoy veremos se divide en dos partes: la última cuestión presentada (en este caso por un doctor de la ley fariseo) y la pregunta del Señor, que ahora toma la iniciativa.
Lo que pretendía Jesús con esto era conseguir su silencio, demostrándoles que, mientras Él había resuelto todas las dificultades que le presentaban, ellos no eran capaces de contestar a una simple pregunta, inspirada en el tenor literal del Salmo 109: “¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es Hijo?”. Ante las palabras de Jesús, el evangelista concluye: “Y ninguno pudo responderle nada, ni se atrevió nadie en adelante a plantearle más cuestiones”.
A continuación, Jesús pronuncia su último gran discurso en el templo, que habría de versar precisamente sobre la denuncia de la hipocresía de los escribas y fariseos y la predicción de su castigo y el de Jerusalén. No olvidemos que habían pasado apenas dos días desde el Domingo de Ramos, con su triunfo mesiánico, y el Señor les propone una cuestión respecto de la mesianidad: “¿De quién es Hijo el Cristo?”. La primera respuesta era el título mesiánico más frecuente: Hijo de David. Pero, si es Hijo de David, ¿cómo, entonces, David, movido por el Espíritu, lo llama “Señor”, diciendo:
“Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies”?
Si David lo llama “Señor”, ¿cómo puede ser hijo suyo?
Según la mentalidad judía, ningún ascendiente podía llamar “Señor” a sus descendientes, sino todo lo contrario, y mucho menos de una manera tan enfática como lo hace el texto. El problema se resolvía sencillamente afirmando que el Mesías, además de Hijo de David según la carne, era Hijo de Dios. El versículo citado alude a la doble naturaleza de Cristo, que como hombre es Hijo de David, pero en cuanto Dios es su Señor. Jesús proclama así claramente la divinidad de su persona como Hijo eterno, consustancial al Padre, algo que aquellos judíos no querían reconocer, aun cuando en el Antiguo Testamento había motivos suficientes para entenderlo.
Esta será precisamente la cuestión que iba a plantear Caifás ante el Sanedrín cuando buscaba algún modo rápido de condenar a Jesús por blasfemia: “Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”.
Además de su filiación divina, en el Salmo citado sobresalen tres ideas o aspectos de Jesucristo glorioso: Rey, Sacerdote y Juez. Cristo es, por tanto, el Hijo de Dios que reina hasta su retorno triunfal, y la Epístola nos recuerda que nosotros somos miembros de la Iglesia, su cuerpo místico. La incorporación a Cristo tiene como exigencia (leemos en la Epístola) que andéis como pide la vocación a la que habéis sido llamados. El Apóstol, cuando señala en otro lugar en qué consiste tal vocación, insiste en la caridad y en la filiación divina: “Él nos ha destinado, por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos”.
Es decir, que hemos sido destinados a ser hijos verdaderos y no solo adoptivos, como lo dice san Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos”, tal como lo es Jesús mismo. Y esto solo tiene lugar por Cristo y en Él. Es decir, que no hay sino un Hijo de Dios y nosotros somos hijos de Dios por una inserción vital en Jesús. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante Él por el amor.
Y el amor es, en efecto, el más grande precepto de Dios, como nos enseña la primera parte del Evangelio de hoy: amar a Dios, referirlo todo a Él, con todo nuestro ser y aceptando todo aquello que Dios dispone según su benéfica voluntad; y amar al prójimo por Dios, en cuanto es de Dios, por pertenecerle a Él, no por sus condiciones o cualidades naturales, sino por un amor de calidad sobrenatural.
Siguiendo este camino de la filiación divina, acudamos a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella nos enseñará a abandonarnos en el Señor como hijos suyos, para caminar de modo digno de nuestra vocación a la santidad.
— Adaptado del sermón del Padre Carlos Barba en el decimoséptimo domingo después de Pentecostés, 5 de octubre de 2025.