San León Magno y Pentecostés
Siglo V. Roma. La ciudad eterna todavía palpita con las ruinas del Imperio y, sin embargo, en la cátedra de San Pedro resuena una voz que proclama la vitalidad perenne de la Iglesia. León, pastor y teólogo, dibuja en este sermón de Pentecostés un mapa de la gracia que recorre la historia, desde los patriarcas hasta los Apóstoles, e invita a quienes le escuchan a recibir el mismo fuego que transformó a aquellos que estaban ese día en el Cenáculo. Su discurso, alabando a la Santísima Trinidad y dirigido contra las herejías de su tiempo, está coronado por la invitación al ayuno, la oración y la esperanza.
Sermón de Pentecostés
Con gran claridad, carísimos hermanos, nos muestra la causa y motivo de la solemnidad presente el texto de la Santa Escritura por el cual supimos que el Espíritu Santo vino sobre los Apóstoles tal como se les había prometido y ellos esperaban el día quincuagésimo después de la Resurrección del Señor, que es el décimo a contar de su Ascensión. Y para adoctrinar a los nuevos hijos de la Iglesia justo será añadir el regalo de nuestra homilía. Ni tememos que por ser cosas conocidas hastíen a los hombres espirituales y entendidos mas a quienes puede ser fructífero desear que se enseñe a muchos lo que ellos con gran utilidad propia aprendieron. Distribuya Dios sus gra- cias a todos los corazones y ni doctos ni ignorantes desprecien la palabra salida de nuestra boca, y así aquellos demostrarán que aman lo que ya conocieron y éstos que anhelan por lo que aún ignoran. A esta disposición vuestra se añadirá la liberalidad de aquel de cuya majestad pretendemos hablar haciéndoos a vosotros capaces de entender para provecho de la Iglesia y a nosotros explícitos en nuestra exposición.
Aplicando los ojos del alma para contemplar la dignidad del Espíritu Santo, no le atribuyamos nada que sea ajeno a la excelencia del Padre y del Hijo, porque la esencia de la divina Trinidad no está reñida con la unidad. Eternamente el Padre es engendrador del Hijo, coeterno como Él; eternamente el Hijo es engendrado antes de todo tiempo por el Padre; también eternamente el Espíritu Santo es espirado por el Padre y por el Hijo. Del mismo modo que nunca existió el Padre sin el Hijo, tampoco existieron sin el Espíritu Santo, y, excluidos todos los grados o tiempos de existencia, no puede ponerse una Persona antes o después. La inmutable Deidad de esta bienaventurada Trinidad es una en esencia, indivisa en el obrar, concorde en el querer, igual en poder e igual en gloria. Cuando la Sagrada Escritura habla de ella señalando algo que parece convenir a cada una de las Personas, no se perturba la fe católica, antes bien se instruye, porque nos muestra la verdad de la Trinidad por las propiedades de hablar y obrar, sin que el entendimiento divida en lo que el oído distingue. Por esta razón algunas cosas aparecen atribuidas al Padre, otras al Hijo y otras al Espíritu Santo, para que los fieles no yerremos al confesar la Trinidad, la cual, siendo inseparable, nunca se entendería como Trinidad si siempre se expresase sin distinción. La misma dificultad de expresión arrastra nuestro corazón a la recta inteligencia, y la doctrina celestial socorre nuestra flaqueza. Así, aunque en la Deidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no pueda concebirse nada peculiar o diverso, se puede comprender a la vez, de algún modo, la verdadera unidad y la verdadera Trinidad, aunque no seamos capaces de expresarlo con palabras al mismo tiempo.
Asentada ya, amadísimos, esta fe en nuestros corazones, con la cual creemos saludablemente que toda la Trinidad es al mismo tiempo un mismo poder, una majestad, una sustancia, indivisible en el obrar, inseparable al amar, sin diferencia en su potestad, llenándolo todo y juntando en sí todas las cosas, lo que el Padre es, esto mismo es el Hijo, y lo es el Espíritu Santo; y la verdadera Divinidad en ninguno puede ser mayor ni menor. Debemos confesarla en las tres Personas de tal modo que la Trinidad no reciba división y la unidad conserve su perfecta igualdad. Grabada ya, carísimos, hondamente esta fe, no vacilemos en admitir que el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo llenó a los discípulos del Señor, no inauguró sus dones, sino que prosiguió manifestando su largueza, porque patriarcas, profetas, sacerdotes y todos los santos de la antigüedad fueron alimentados con la santificación de este mismo Espíritu. Sin su gracia nunca se instituyeron sacramentos ni se celebraron misterios, para que la virtualidad de los carismas fuese siempre la misma, aunque no siempre se distribuyese en igual medida.
Los mismos bienaventurados Apóstoles no carecían de este Espíritu Santo antes de la Pasión del Señor, ni faltaba la eficacia de su poder a las obras del Salvador. Al dar potestad a sus discípulos para curar enfermedades y arrojar demonios, también les otorgaba los efectos de su propio Espíritu; con su virtud negaban los judíos que el mismo Jesús expulsase a los espíritus inmundos, atribuyendo al diablo los divinos beneficios. Así, blasfemando, merecieron oír del Señor la sentencia: «Cualquier pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; la blasfemia contra el Espíritu Santo no se perdonará. Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre se le perdonará, pero a quien la diga contra el Espíritu Santo no se le perdonará ni en esta vida ni en la otra». De ello se colige que no hay perdón de pecados sin la intervención del Espíritu Santo; nadie puede llorar como conviene ni implorar como es debido, pues, según el Apóstol, «no sabemos pedir nada como conviene, sino que el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables», y «nadie puede decir: Señor Jesús, sino por el Espíritu Santo». Es fatal y mortífero quedarse sin Él, porque nunca alcanzará perdón quien se ve abandonado de su intercesor.
Todos, amadísimos, los que habían creído en el Señor Jesús tenían infundido el Espíritu Santo, y los Apóstoles recibieron facultad de perdonar los pecados cuando el Señor, después de su Resurrección, sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados, y a quienes se los retengáis les serán retenidos». Sin embargo, se reservaba para aquella perfección que había de conferirse a los Apóstoles una gracia mayor y una infusión más abundante, de modo que recibiesen lo que aún no habían alcanzado y poseyesen más excelentemente lo que ya habían recibido. Por eso les decía el Señor: «Aún tengo muchas cosas que deciros, mas ahora no podéis comprenderlas; cuando venga el Espíritu de verdad os conducirá a la verdad total. No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que hubiere oído y os anunciará lo venidero. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará».
¿Cómo es que el Señor promete a sus discípulos el Espíritu Santo cuando ya había dicho: «Todas las cosas que oí de mi Padre os las he dado a conocer»? Y añade: «Tengo todavía muchas cosas que deciros que ahora no podéis entender; mas cuando venga el Espíritu de verdad os conducirá a la verdad total». ¿Acaso quería el Señor que se le juzgase como de menor ciencia o que hubiese aprendido del Padre algo menos que el Espíritu Santo, siendo Él la Verdad, y sin poder el Padre decir nada ni el Espíritu enseñarlo sin el Verbo, y por eso fue dicho: «Recibirá de lo mío», porque lo que el Espíritu recibe, al darlo el Padre lo da también el Hijo? No era esto predicar otra doctrina ni enseñar verdad distinta, sino que convenía aumentar la capacidad de los que eran instruidos y multiplicar a la vez la firmeza de aquella caridad que echaría fuera todo temor y no tendría miedo al furor de los perseguidores. Lo cierto es que los Apóstoles, cuando se llenaron plenamente del Espíritu Santo, comenzaron a querer con más ardor y a poder con más eficacia, subiendo del conocimiento de los preceptos a la tolerancia de los sufrimientos, para que, al no temer ya ante ninguna tempestad, despreciasen las olas del mundo y las grandezas temporales con gran confianza, y no dando importancia a la muerte, llevasen el Evangelio de la verdad a todas las gentes.
Mas lo que dice y añade el Señor: «Cuanto oyeres os lo hablará y os predecirá el porvenir» hemos de recibirlo, carísimos, no con entendimiento aletargado ni con oído ligero. Además de otras verdades que sirven para refutar la impiedad de los Maniqueos, ésta es la que sirve para echar completamente por tierra tan sacrílega falsedad. Pues pareciéndoles que seguían a cierto paladín magnífico y sublime, llegaron a creer que el Espíritu Santo se había manifestado en su maestro Manes 36 que el Paráclito prometido por el Señor no había venido hasta que hubo nacido este embaucador de desgraciados, y en quien hasta tal punto se habría aposentado el Espíritu de Dios, que no otro sería Manes que el mismo Espíritu, que por medio de la voz y la palabra corporal de aquel conduciria a sus discípulos a la posesión de la verdad. Pero la misma autoridad del Evangelio se encarga de descubrir la falsedad de semejante patraña, ya que Manes, esclavo del mentiroso diablo y fundador de una grosera superstición, no apareció para merecer la condenación hasta el año doscientos se- senta, siendo Cónsules Probo Emperador y Paulino, desencadenada ya la octava persecución contra los cristianos y habiendo experimentado innumerables miles de mártires con sus victorias el cumplimiento de la promesa del Señor, cuando dijo: «Al ser apresados no caviléis sobre qué o cómo hablaréis. Se os inspirará en aquel momento lo que debáis decir, pues no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable por vosotros.»
No pudo, pues, diferirse la promesa del Señor por tan largo transcurso de años ni aquel Espíritu de verdad, que no recibió el mundo de los impíos, pudo contener la septiforme liberalidad de sus dones hasta privar de su inspiración a tantas generaciones de la Iglesia, hasta que naciese el corifeo de tan torpes mentiras, quien ni siquiera puede atribuirse haber recibido una pequeña parte de la inspiración divina por pertenecer a la facción de aquellos que son incapaces de albergar al Espíritu Santo. Estando lleno del espíritu diabólico hizo resistencia al Espíritu de Cristo, y siendo el don de profecía atributo que la doctrina del Paráclito confiere a los santos de Dios, éste (Manes), para que el orden de los acontecimientos no descubriese sus patrañas, dirigió descaradamente sus sacrílegas invenciones a explicar los tiempos pretéritos. Y como si nosotros nada supiésemos de la eternidad del Creador ni del orden de la creación por la ley santa y por las profecías inspiradas por el cielo, hizo un amasijo de contradictorias y monstruosas mentiras que redundaban en ofensa de Dios y en deshonra de la naturaleza bien criada. ¿Y a quiénes, por último, había de iniciar en tales disparates sino a gentes demasiado necias y harto alejadas de la lumbre de la verdad, las cuales ya por la ceguera de su ignorancia, ya por el apetito de lujuria, llegan atraídos no por cosas sagradas, sino muy execrables y que por el común recato nosotros no hemos de mencionar en nuestro discurso, máxime después de haberlas propalado ellos abundantemente por confesión propia?
Ninguno de vosotros, amados hermanos, debe ser persuadido de que el Espíritu Santo se dignase participar con el autor de tanta impiedad. Nada le tocó de aquella virtud que Cristo había prometido y envió a su Iglesia. Cuando, por boca del bienaventurado Apóstol Juan, se dice: «Aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado», la Ascensión del Señor fue la causa para dar el Espíritu. Esto ha de negar necesariamente Manes, pues niega que Cristo, como verdadero hombre, esté sentado a la diestra de Dios Padre. Mas nosotros, hechos herederos por la regeneración del Espíritu Santo de una feliz eternidad de alma y cuerpo, celebremos la sacratísima fiesta de este día con el debido acatamiento y casto regocijo, confesando con el bienaventurado Apóstol Pablo que el Señor Jesucristo, subiendo al cielo, llevó cautiva a la cautividad y dio dones a los hombres, para que así el Evangelio de Dios fuese anunciado por la elocuencia de la humana voz y toda lengua confiese que Jesucristo está en la gloria de Dios Padre.
Mas a la presente solemnidad también hemos de añadir la devoción de guardar el ayuno que nos viene de tradición apostólica, pues asimismo merece señalarse entre los grandes dones del Espíritu Santo el que nos haya conferido la protección de los ayunos contra los halagos de la carne y las asechanzas del diablo para poder vencer con la ayuda de Dios todas las tentaciones. Ayunemos, pues, las ferias cuarta y sexta, mas el sábado celebremos las vigilias en la basílica de San Pedro, recomendando el bienaventurado Apóstol nuestras oraciones, a fin de poder obtener en todo la misericordia de Dios por nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
— San León Magno, papa y doctor de la Iglesia.