La Asunción de la Bienaventurada Virgen María

“Un gran signo apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”. Con estas palabras se conmemora en la liturgia la Asunción de la Virgen María, recordando a la Mujer que “dio a luz un Hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones con vara de hierro, y fue arrebatado junto a Dios y junto a su trono”. Tal como define el dogma, en esta solemnidad celebramos que la Madre de Dios, la Inmaculada y siempre Virgen María, que no conoció el pecado, no pudo conocer la corrupción del sepulcro, sino que, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.

Porque “Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. Por eso, el Señor Dios dijo a la serpiente: “Por haber hecho eso, maldita tú; pongo hostilidad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón”. Entonces, “cuando vio el dragón (la serpiente antigua, el llamado diablo y satanás) que había sido precipitado a la tierra, persiguió a la Mujer que había dado a luz al Hijo varón. Y le fueron dadas a la Mujer las dos alas de la gran águila, para que volara al desierto, a su lugar, lejos de la presencia de la serpiente”.

La Asunción de la Virgen,
Juan Vicente de Ribera

Pero, aunque María ya está en cuerpo y alma en el Cielo, y la victoria está asegurada (“Yo he vencido al mundo”, dice Nuestro Señor Jesucristo), aún queda batalla por dar: “Y se llenó de ira el dragón contra la Mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús”.

Y es por eso que la Mujer “grita con dolores de parto y con el tormento de dar a luz”, de dar a luz a su Hijo en nosotros, sus hijos. Porque, así como “el Verbo se hizo carne” en el seno de la Virgen, así quiere Cristo reinar en nuestros corazones por medio de María. Porque, como dijo San Luis María Grignion de Montfort: “La Virgen es el medio seguro y el camino directo e inmaculado para ir a Jesucristo y hallarle perfectamente”.

Cuenta San Agustín en sus Confesiones que Santa Mónica, su madre, con angustia por no verle convertido, importunaba insistentemente a un obispo con ruegos y lágrimas para que hablara con él. Entonces, el obispo le dijo a Santa Mónica la célebre frase: “No es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”.

Si las lágrimas y la oración de una santa mujer, de una madre, tienen tal valor ante Dios nuestro Señor para merecer esa respuesta, ¿qué no podrán hacer las lágrimas y la oración de la Mujer, la Madre Santísima, que, como mostró en La Salette, llora inconsolable? La respuesta la dio Ella misma en Fátima: “Al final mi Inmaculado Corazón triunfará”.

Cor Jesu, adveniat regnum tuum, adveniat per Mariam.

 
 
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